Todos sabemos cuántos pasos hay,
compañero, de la celda
hasta la sala aquella.
Si son veinte,
ya no te llevan al baño.
Si son cuarenta y cinco,
ya no pueden llevarte
a ejercicios.
Si pasaste los ochenta,
y empiezas a subir
a tropezones y ciego
una escalera
ay si pasaste los ochenta
no hay otro lugar
donde te pueden llevar,
no hay otro lugar,
no hay otro lugar,
ya no hay otro lugar.
Hay un hotel junto al lago, cerca de donde
vivo. Durante la última guerra fue el cuartel general de la Gestapo local. A mucha
gente la interrogaron y torturaron ahí. Hoy es un hotel nuevamente. Desde el
bar se puede ver por encima del agua las montañas al otro lado, lejanas.
Mirás un lugar que cientos de pintores románticos del siglo diecinueve hubieran
llamado sublime. Y era este lugar hacia donde, antes y después de sus
interrogatorios, los torturados miraban. Era ante este lugar donde los amigos y
los seres queridos de los torturados se detenían, impotentes, a mirar el
edificio en donde uno de los suyos era sometido a un dolor indecible o a una
muerte de larga agonía. Entre lo sublime y su presente realidad, ¿qué era lo
que veían en esas montañas y ese lago?
De todas las experiencias, la
tortura sistemática es probablemente la más indescriptible. No simplemente por
la intensidad del sufrimiento involucrado, sino también porque la iniciativa de
tal tortura se opone al supuesto sobre el cual todos los lenguajes están
basados: el supuesto de la comprensión mutua a través de lo que diferencia. La
tortura destruye al lenguaje: su propósito es separar al lenguaje de la voz y a
las palabras de la verdad. El que está siendo torturado lo sabe: me están
rompiendo. Su resistencia consiste en tratar de limitar el “yo” que están
rompiendo. La tortura destroza.
No les creas cuando te muestren
la foto de mi cuerpo,
no les creas.
No les creas cuando te digan
que la luna es la luna,
si te dicen que la luna es la luna,
que ésta es mi voz en una grabadora,
que ésta es mi firma en un papel,
si dicen que un árbol es un árbol,
no les creas,
no les creas
nada de lo que te digan,
nada de lo que te juren,
nada de lo que te muestren,
no les creas.
La tortura tiene una larga y extendida
historia. Si la gente hoy está sorprendida por la escala de su reaparición
(¿alguna vez desapareció?), es quizá porque dejaron de creer en el mal. La
tortura no es terrible porque sea rara o porque pertenezca al pasado: es
terrible por lo que hace. Lo contrario de la tortura no es el progreso sino la caridad. (El tema es tan cercano al Nuevo Testamento que sus
términos son utilizables.)
La mayoría de los torturadores no
son sádicos – en el sentido clínico de la palabra- ni encarnaciones del puro
mal. Son hombres y mujeres que fueron condicionados para aceptar y que luego practican.
Hay escuelas formales y no formales para los torturadores, la mayoría
financiadas por el Estado. Pero el primer condicionamiento empieza, antes de la
escuela, con proposiciones ideológicas que dicen que cierta categoría de
personas es fundamentalmente diferente y que esta diferencia constituye la
suprema amenaza. La separación de la tercera persona, ellos, de nosotros y vos. La siguiente lección, ahora en las
escuelas de tortura, es que sus
cuerpos son mentiras porque, como cuerpos, ellos dicen no ser tan diferentes: la tortura es un castigo por esta mentira. Si
los torturadores se empezaran a preguntar qué aprendieron, incluso entonces
continuarían por miedo de lo que ya hicieron, sólo que ahora van a torturar
para salvar su propia piel intacta.
Los regímenes fascistas de
Latinoamérica – el Chile de Pinochet, por ejemplo- recientemente han extendido
sistemáticamente la lógica de la tortura. No sólo destrozan los cuerpos de sus
víctimas sino que también tratan de destruir – así no pueden ser leídos – sus
nombres. Sería equivocado suponer que estos regímenes lo hacen por vergüenza:
lo hacen con la esperanza de eliminar a los mártires y a los héroes, y para
lograr el máximo de intimidación entre la población.
Una mujer o un hombre es arrestado
públicamente, sacado de su casa en un auto a la noche, o de su lugar de trabajo
durante el día. Los que lo arrestan, los secuestradores, están vestidos de
civil. Después de esto es imposible saber algo del que ha desaparecido.
Policías, ministros, juzgados, dicen no saber nada de la persona. Sin embargo,
las personas desaparecidas están en las manos de los servicios de inteligencia
militar. Meses, años, pasan. Creer que el desaparecido está muerto es
traicionarlo; pero creer que está vivo es soñar con las torturas que sufre y
luego, casi siempre más tarde, terminar por admitir a la fuerza su muerte. Sin
cartas, sin señales de su paradero, sin responsables, sin nadie a quien llamar,
sin un fin imaginable para la sentencia porque no hay sentencia. En general el
silencio significa falta de sonido. Acá el silencio es activo y se convierte,
otra vez sistemáticamente, en un instrumento, pero esta vez para torturar al
corazón. Ocasionalmente, algunos cadáveres son arrastrados por la corriente
hasta la orilla de las playas y son identificados por pertenecer a la lista de
desaparecidos. Ocasionalmente uno o dos vuelven con alguna noticia de los otros
que siguen desparecidos: quizá fueron soltados intencionadamente para sembrar nuevas
esperanzas que van a torturar miles de corazones.
Mi hijo se encuentra
desparecido
desde el 8 de mayo
del año pasado.
Lo vinieron a buscar,
sólo por unas horas,
dijeron,
sólo para algunas preguntas
de rutina.
Desde que el auto partió
ese auto sin patente
no hemos podido
saber
nada más
acerca de él.
Ahora cambiaron las cosas.
Hemos sabido por un joven compañero
al que acaban de soltar,
que cinco meses más tarde
lo estaban torturando
en Villa Grimaldi,
que a fines de septiembre
lo seguían interrogando
en la casa colorada
que fue de los Grimaldi.
Dicen que lo reconocieron
por la voz, por los gritos,
dicen.
Quiero que me respondan con franqueza.
Qué época es ésta,
en qué siglo habitamos,
cuál es el nombre
de este país?
Cómo puede ser,
eso les pregunto,
que la alegría de un
padre,
que la felicidad de una
madre,
consista en saber
que a su hijo
lo están
que lo están torturando?
Y presumir por lo tanto
que se encontraba vivo
cinco meses después,
que nuestra máxima
esperanza
sea averiguar
el año entrante
que ocho meses más tarde
seguían con las torturas
y puede, podría, pudiera,
que esté todavía vivo?
La tortura física suele concentrarse
en los genitales por su sensibilidad, por la humillación que provoca, y porque
así se amenaza a la víctima con dejarlo estéril. En el caso de la tortura
emocional de los hombres y las mujeres que aman a los que desaparecieron, hacen
así: eligen sus esperanzas como un punto donde aplicar el dolor, para producir
–a otro nivel – una comparable amenaza de esterilidad.
Si estuviera muerto,
yo lo sabría.
No me pregunten cómo.
Lo sabría.
No tengo ni una prueba,
ni un indicio, ni una clave.
Ni a favor,
ni en contra.
Ahí está el cielo,
del mismo azul
de siempre.
Pero eso no es una prueba.
Seguirán las barbaridades,
y el cielo siempre igual.
Ahí están los niños.
Terminaron de jugar.
Ahora se pondrán a beber
como una horda de caballos
salvajes.
Esta noche se dormirán
apenas su cabeza
toque la almohada.
Pero ¿quién aceptaría eso
como evidencia
de que su padre
no está muerto?
Frente a tales prácticas y a la
frecuencia y participación cada vez mayores de las agencias estadounidenses
para su preparación, incluso de sus diarias rutinas, todo tipo de protesta
activa y de resistencia debe aumentar. (La Amnistía Internacional
está coordinando algunas de ellas.) Además, los poetas – como el chileno Ariel
Dorfman – van a escribir poemas (todas las citas de arriba son del libro Desparecidos, publicado por La Amnistía Internacional[1]).
Frente a la monstruosa maquinaria del moderno poder totalitario , tan comparada
hoy en día con la del Infierno de Dante, más y más poemas van a escribirse.
En los siglos dieciocho y diecinueve
muchas protestas en contra de la injusticia social se escribían en prosa. Eran
argumentos razonados escritos con la fe de que, con el tiempo, la gente
entraría en razón y que, finalmente, la historia estaría del lado de la razón.
Hoy esto no está tan claro. El resultado no está garantizado. El sufrimiento
del presente y del pasado es poco probable que sea redimido por una era futura
de felicidad universal. Y el mal es una realidad difícil de erradicar. Esto
significa que la resolución de llegar a un acuerdo con el sentido que debe
darse a la vida, no puede postergarse. El futuro no es confiable. El momento de
la verdad es ahora. Y la poesía va a ser más y más la que reciba esta verdad,
antes que la prosa. Porque la prosa tiene más confianza que la poesía: ésta, en
cambio, le habla a la herida inmediata.
El lenguaje no nos bendice con la ternura. Todo lo que abraza, lo abraza con exactitud y sin piedad. Incluso en una
expresión de cariño la expresión es imparcial; el contexto lo es todo. La
bendición del lenguaje es que, potencialmente es completo, tiene la potencialidad de abrazar, de sostener con palabras la
totalidad de la experiencia humana. Todo lo que ocurrió y todo lo que pueda
ocurrir. Incluso abre un espacio para lo indecible. En este sentido se puede
decir que el lenguaje es, potencialmente, la única casa humana, el único lugar
para estar que no es hostil al hombre. Para la prosa esta casa es un vasto
territorio, un país que se cruza a través de una red de vías, caminos,
autopistas; para la poesía está concentrada en un solo centro, en una sola voz.
Se le puede decir cualquier cosa al
lenguaje. Es por esto que es alguien que oye, más cercano que cualquier
silencio o cualquier dios. Sin embargo, el hecho de que esté abierto, muchas
veces significa indiferencia. (La indiferencia del lenguaje es continuamente
solicitada y usada en comunicados, registros legales, archivos.) La poesía se
dirige al lenguaje de tal manera como para cortar esta indiferencia y para
incitar generosidad. ¿Cómo hace la poesía para provocar esta bondad? ¿Cuál es
el trabajo de la poesía?
Con esto no me refiero al trabajo
puesto en escribir un poema, sino al trabajo del mismo poema escrito. Cada
poema auténtico contribuye al trabajo de la poesía. Y la tarea de esta
incesante labor es la de juntar lo que la vida separó o lo que la violencia
destrozó. El dolor físico puede ser reducido o parado generalmente por las acciones.
El resto del dolor humano es causado por una u otra forma de separación. Y en
este caso los medios para aliviar son menos directos. La poesía no puede
reparar ninguna pérdida, pero desafía el espacio que separa. Su incesante
trabajo lo que hace es volver a unir lo que fue dispersado.
Oh mi amado
qué dulce es
descender
a bañarme en el lago
delante de tus ojos
dejando que veas cómo
mi mojado vestido de lino
se casa
con la belleza de mi cuerpo.
Vamos, mirame
--Poema inscripto en una estatua egipcia, 1500 a .C.--
El impulso de la poesía que usa
metáforas, que descubre parecidos, no es para hacer comparaciones (esta clase
de comparaciones son jerárquicas), ni para disminuir la particularidad de los
eventos; es para descubrir esas correspondencias cuya suma total sería la
prueba de la indivisible totalidad de la existencia. Esta totalidad es la que
le interesa a la poesía, y este interés es el opuesto de uno sentimental; el
sentimentalismo siempre ruega por una exoneración, por algo que es divisible.
Además de volver a unir con la
metáfora, la poesía reúne gracias a su alcance.
Equipara el alcance de un sentimiento con el alcance del universo; después de
cierto punto, la clase de extremismo pierde importancia y todo lo que importa
es su grado; sólo por su grado los extremos se juntan.
Soporto igual que vos
la negra y permanente separación.
¿Por qué estás llorando? En vez de eso, dame tu
mano,
prometeme que vas a volver en un sueño.
Vos y yo somos una montaña de dolor.
Vos y yo no nos vamos a encontrar en esta
tierra.
Si sólo pudieras enviarme a medianoche
un saludo a través de las estrellas
Anna Ajmátova
Argumentar acá que lo subjetivo y lo
objetivo se confunden es volver a una mirada empírica que la extensión del
sufrimiento presente desafía; suficientemente extraño es reclamar un privilegio
injustificado.
La poesía hace que el lenguaje se
preocupe y deje de ser indiferente porque todo lo vuelve íntimo. Esta intimidad es
el resultado del trabajo del poema, el resultado de acercar a una intimidad
cada acto y sustantivo y evento y perspectiva al que el poema se refiera. No
hay nada más sustancial que poner al lado de la crueldad y la indiferencia del
mundo esta generosidad.
¿Desde dónde nos llega el Dolor a nosotros?
¿De dónde viene?
Ha sido el hermano de nuestras visiones desde
un tiempo inmemorial
Y la guía de nuestras rimas
escribe el
poeta iraquí Nazik al-Mil’-ika.
Romper el silencio de los eventos,
hablar de la experiencia por más amarga o lacerante, poner en palabras, es
descubrir la esperanza de que estas palabras puedan ser escuchadas, y que
cuando lo sean, los eventos serán juzgados. Esta esperanza está, por supuesto,
en el origen de la plegaria, y la plegaria – tanto como el trabajo – estuvo
probablemente en el origen del discurso mismo. De todos los usos del lenguaje,
es la poesía la que preserva de modo más puro la memoria de su origen.
Cada poema que trabaja como un poema
es original. Y original tiene dos
significados: significa un regreso al origen, al primero que engendró todo lo
que siguió; y significa aquello que nunca ocurrió antes. En poesía, y sólo en
poesía, los dos sentidos están unidos de tal manera que no son más
contradictorios.
Sin embargo, los poemas no son
simples plegarias. Incluso un poema religioso no está exclusivamente dirigido a
Dios. La poesía se dirige al lenguaje mismo. Si esto suena oscuro, piensen en
una lamentación – ahí las palabras le lloran la pérdida a su lenguaje. La
poesía se dirige al lenguaje en una comparable pero más amplia manera.
Poner en palabras es encontrar la
esperanza de que las palabras van a ser escuchadas y los acontecimientos que
describen, juzgados. Juzgados por Dios o por la historia. De cualquier manera
el juicio es lejano. Pero el lenguaje – que es inmediato y que a veces es
erróneamente considerado como un medio – ofrece, obstinada y misteriosamente,
su propio juicio cuando es dicho por la poesía. Este juicio es diferente de
cualquier código moral, y sin embargo promete, dentro del reconocimiento de lo
que escuchó, una distinción entre el bien y el mal – ¡como si el lenguaje mismo
hubiera sido creado para preservar sólo esta distinción!
Por esto es que la poesía es la que
más absolutamente que ninguna otra
fuerza en el mundo se opone a las monstruosas crueldades mediante las cuales
los ricos hoy defienden sus riquezas mal habidas. Es por esto que la hora de
los hornos es también la hora de la poesía.
1982
from Selected essays. Vintage, New York,
2001.
[1] El libro que tengo yo, y
en donde están las versiones de estos poemas, se llama Pruebas al canto,
Ed. Nueva imagen, México, 1980. En orden de aparición transcribo los
títulos de los poemas según aparecen en esta edición: Dos más dos; Testamento; Esperanza;
Pruebas al canto. Nota del T.