(1929 - 2012)
Veintiún
poemas de amor
I
Por toda
esta ciudad, donde las pantallas parpadean
con
pornografía, con vampiros de ciencia ficción,
con
mercenarios victimizados doblándose bajo el látigo,
nosotras
además tenemos que caminar… tan simple como caminar
entre la
basura mojada y las crueldades de nuestros propios barrios
que salen
en la tapa de los diarios.
Necesitamos
llegar a entender nuestras vidas como algo inseparable
de esos
sueños rancios, esos estallidos de metal, esas desgracias
y de la
roja begonia centelleando peligrosamente
en el
balcón de un edificio de seis pisos,
o de las
chicas jóvenes de piernas largas jugando a la pelota
en el patio
de la secundaria.
Nadie nos imaginó.
Queremos vivir como árboles,
plátanos
brillando en el aire sulfúrico
manchados
de cicatrices, pero floreciendo con exuberancia,
nuestra
pasión animal plantada en la ciudad.
II
Me
despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.
Mucho
antes, la alarma nos separó,
estuviste
en tu escritorio por horas. Sé lo que soñé:
nuestra
amiga poeta entra en mi cuarto
donde
estuve escribiendo por días,
borradores,
papel carbónico, poemas dispersos por todos lados,
y yo le
quiero mostrar un poema
que es el
poema de mi vida. Pero vacilo
y
despierto. Besaste mi pelo
para
despertarme. Soñé que eras un poema,
le digo, un poema que le quería mostrar a alguien…
y me río y
me vuelvo a quedar dormida
con el
deseo de mostrarte a todos los que amo,
de movernos
juntas abiertamente
bajo la
fuerza de gravedad, que no es sencilla,
que
arrastra el pasto como plumas un largo trecho hasta el aire que respiramos.
III
Como no
somos jóvenes, las semanas tienen que servirnos
de años para
extrañarnos una a la otra. Pero este extraño doblez
del tiempo
me dice que no somos jóvenes.
¿Alguna vez
caminé por las calles del amanecer a los veinte
con los
miembros estremecidos por una alegría más pura?,
¿me asomé
de alguna ventana sobre la ciudad
queriendo
escuchar el futuro
como ahora
escucho con los nervios afinados para tu llamada?
Y vos, vos
te me acercás con el mismo tempo.
Tus ojos
son eternos, la chispa verde
del pasto
de ojos azules a comienzos de verano,
las
salvajes plantas verde-azules lavadas por la fuente.
Sí, a los
veinte creíamos que viviríamos para siempre.
A los
cuarenta y cinco quiero conocer aunque sea nuestros límites.
Te toco
sabiendo que no nacimos mañana
y que de
algún modo, cada una va a ayudar a la otra a vivir
y que en
algún lado, cada una deberá ayudar a morir a la otra.
IV
Vuelvo de
estar con vos a casa en la temprana luz de la primavera,
pasando
rápidamente entre paredes ordinarias, el Pez Dorado,
los bazares
con sus descuentos, la zapatería… Arrastro mi bolsa
del
almacén, me lanzo al ascensor
donde un
hombre, tenso, de edad, cuidadosamente sereno
deja que la
puerta se cierre. –¡Por amor de Dios,
esperá!
le grito
con voz ronca. –¡Histérica!,- me
responde por lo bajo.
Entro en la
cocina, vacío las bolsas,
hago café,
abro la ventana, pongo a Nina Simone
cantando Here comes
the sun…Abro el correo
tomando un café delicioso, una música deliciosa,
mi cuerpo todavía liviano de vos, y pesado. Del correo
se desliza una copia de algo escrito por un hombre
de 27 años, un rehén torturado en prisión:
Mis genitales fueron
objeto de tal despliegue sádico
que me mantienen
constantemente despierto por el dolor…
Hacé lo que puedas
para sobrevivir.
Sabés, creo que el
hombre ama la guerra…
Y mi odio incurable, mis heridas sin cicatriz posible
se abren aún más con lágrimas, estoy llorando
desconsoladamente,
y ellos todavía tienen el control del mundo, y vos no estás
en mis brazos.
V
Este
departamento lleno de libros se partiría al medio
fácilmente
bajo las gruesas mandíbulas y los ojos saltones
de los
monstruos: una vez abiertos los libros, tenés que enfrentar
la parte de
abajo de cada cosa que amaste-
el estante
y las pinzas, preparadas y listas, la mordaza
a través de
la cual hasta las mejores voces tuvieron que mascullar,
el silencio
enterrando hijos no queridos-
mujeres,
desviados, testigos- en la arena del desierto.
Kenneth me
dice que estuvo arreglando sus libros
así puede
ver a Blake y a Kafka mientras escribe;
sí; y
todavía tenemos que reflexionar con Swift
odiando la
carne de la mujer al tiempo que alabamos su mente;
el terror
de Goethe por las Madres, Claudel calumniando a Gide,
y los
fantasmas – sus manos firmes por siglos-
de artistas
muertas al nacer, mujeres sabias carbonizadas en los postes,
centurias
de libros no escritos apilados detrás de esos estantes;
y nosotras
todavía tenemos que mirar la ausencia
de hombres
que no, de mujeres que no podrían hablarle
a nuestra
vida- este agujero aún sin excavar
llamado
civilización, este acto de traducción, esta mitad de mundo.
VI
Tus manos
chicas, exactamente iguales a las mías-
salvo el
índice que es más largo y fino- en estas manos
podría
dejar el mundo, o en muchas manos como éstas,
manejando
agujereadoras o volantes
o tocando
un rostro humano… Semejantes manos podrían llevar
al que va a
nacer correctamente por el canal del nacimiento
o pilotear
la nave de rescate que explora
en medio de
los icebergs, o mantener unidos
los
preciosos añicos, ínfimos como
agujas, de una gran jarra
que tiene a
sus costados
figuras de
mujeres extáticas cruzando
a trancos
el cuarto de la sibila o la cueva eleusiniana-
semejantes
manos podrían detonar una violencia
inevitable
con tal
compostura, con tal comprensión
de sus
alcances y límites
que la
violencia a partir de entonces sería obsoleta.
VII
¿Qué clase
de bestia convertiría su vida en palabras?
¿Qué clase
de expiación es ésta?
-y sin
embargo, al escribir palabras como éstas, también vivo.
¿Es todo
esto algo cercano a las señales aulladas por el carcayú,
esa
modulada cantata de la selva?
o bien,
cuando estoy lejos de vos y trato de crearte con palabras,
¿no te
estoy usando simplemente como un río o una guerra?
Pero, ¿cómo
usé los ríos, cómo usé las guerras
para evitar
escribir la peor cosa de todas-
no los
crímenes de los demás, ni siquiera nuestra propia muerte,
sino el
fracaso de no desear con suficiente pasión nuestra libertad de modo
que los
olmos enfermos, los ríos contaminados, las masacres parezcan
meros
emblemas de esa profanación de nosotros mismos?
VIII
Puedo verme
años atrás en Sunion,
con un pie
infectado, lastimada, Filoctetes
en forma de
mujer, rengueando el largo camino,
recostada
en un acantilado encima del océano,
mirando
hacia las rocas rojas donde un mudo rulo
blanco me
decía que una ola había golpeado,
imaginándome
la fuerza de la marea desde esa altura,
sabiendo
que el suicidio deliberado no era lo mío,
y sin
embargo cuidando, midiendo mi herida.
Bueno, eso ya
terminó. La mujer que protegía
su
sufrimiento está muerta. Soy su descendiente.
Me encanta
el pañuelo que me pasó
pero desde
acá quiero seguir acompañada por vos
luchando
contra la tentación de seguir una carrera de dolor.
IX
Hoy tu
silencio es un lago donde viven cosas ahogadas
que yo
quiero ver alzadas y puestas al sol, goteando.
No es mi
propio rostro el que veo ahí, sino el de otros,
incluso el
tuyo pero en otro tiempo.
Lo que sea
que esté perdido ahí es necesario para ambas-
un reloj de
oro viejo, cuadros de fiebre borroneados con agua,
una llave…
Incluso el limo y los guijarros del fondo
merecen su
chispa de reconocimiento. Le temo a este silencio,
a esta vida
inarticulada. Estoy esperando
un viento
que abra gentilmente esta agua lisa
de una vez,
y me muestre lo que puedo hacer
por vos,
que siempre hiciste lo innombrable
nombrable
para los demás, incluso para mí.
X
Tu perra,
tranquila e inocente, duerme la siesta a pesar
de nuestros
gritos, nuestras murmuradas conspiraciones atardecidas
nuestras
llamadas telefónicas. Ella sabe-¿qué puede saber?
Si con mi
arrogancia humana digo leer
sus ojos,
encuentro sólo mis propios pensamientos animales:
que las
criaturas deben encontrarse para confortar sus cuerpos,
que las
voces de la mente van por la carne
más rápido
de lo que el denso cerebro podría haber predicho,
que las
noches planetarias se ponen frías para aquellas
que en ese
mismo viaje quieren tocar
una
criatura viajera hasta el fondo;
que sin
ternura estamos en el infierno.
XI
Cada pico
es un cráter. Ésta es la ley de los volcanes,
que los
vuelve eterna y visiblemente femeninos.
No hay
altura sin profundidad, sin un corazón llameante,
aunque
nuestras suelas de yute se deshagan en la lava endurecida.
Quiero
viajar con vos a cada montaña sagrada
que humee
por dentro como la sibila inclinada sobre su trípode,
quiero
tomarte de la mano mientras escalemos por el camino,
sentir tus
arterias vibrando en mi mano apretada,
sin dejar
de notar nunca la pequeña flor en forma de joya
desconocida
para nosotras, sin nombre hasta que la renombremos,
que se
aferra a la roca que cambia despacio-
ese
detalle, exterior a nosotras y que nos
trae de vuelta,
estuvo
antes que nosotras, sabía que vendríamos y ve más allá de nosotras.
XII
Durmiendo,
girando por turnos como planetas
rotando en
su pradera de medianoche:
un roce es
suficiente para hacernos saber
que no
estamos solas en el universo, ni siquiera al dormir:
los
fantasmas del sueño de dos mundos,
caminando
en sus pueblos fantasma, se hablan casi.
Me desperté
con tus palabras masculladas,
dichas años
luz atrás o años oscuros atrás
como si
hubiera sido mi propia voz la que hablaba.
Pero
tenemos voces diferentes, incluso al dormir,
y nuestros
cuerpos, tan parecidos, son, sin embargo, tan diferentes
y el
pasado, haciéndose eco en nuestra sangre,
se carga
con diferentes idiomas, diferentes significados-
aunque en
cualquier crónica del mundo que compartamos
podría
escribirse con un nuevo sentido
que éramos
dos amantes de un mismo género,
que éramos
dos mujeres de una misma generación.
XIII
Las reglas
se rompen como un termómetro,
el mercurio se derrama sobre los sistemas gráficos,
estamos en un país que no tiene ni lengua
ni leyes, estamos persiguiendo al cuervo y al abadejo
a través de desfiladeros inexplorados desde la tarde
sea lo que sea que hagamos es pura invención
los mapas que nos dieron estaban desactualizados
desde hacía años… estamos manejando por el desierto
preguntándonos si el agua va a alcanzar
si las alucinaciones van a convertirse en simples pueblos
la música de la radio llega clara-
ni Rosenkavalier
ni Götterdämmerung
sino la voz de una mujer cantando viejas canciones
con nuevas palabras, con un suave bajo y una flauta
tocada por mujeres fuera de la ley.
XIV
Fue la
visión que tuviste del piloto
la que confirmó
mi visión de vos: dijiste, Mantiene
fija la mirada en las olas, a propósito
mientras
nos acuclillamos en la escotilla abierta
vomitando
adentro de bolsas plásticas
por tres
horas entre St. Pierre y Miquelon.
Nunca me
sentí tan cerca tuyo.
En la cabina
cerrada donde las parejas en luna de miel
se
acurrucaban en los brazos y faldas del otro,
yo puse mi
mano en tu muslo
para
confortarnos a las dos, y la tuya vino sobre la mía
y nos
quedamos así, sufriendo juntas
en nuestros
cuerpos, como si todo sufrimiento
fuera
físico, nos tocamos en presencia
de extraños
que ni sabían ni les importaba
vomitar su
dolores privados
como si
todo sufrimiento fuera físico.
(EL POEMA FLOTANTE, SIN NÚMERO)
Pase lo que
pase entre nosotras, tu cuerpo
va a
atormentar el mío- tu modo tierno,
delicado de
hacer el amor, como la apenas curvada fronda
del helecho
en los bosques
recién
bañados por el sol. Tus experimentados, generosos muslos
entre los
cuales mi cara entera avanzó y avanzó-
la
inocencia y sabiduría del lugar que mi lengua encontró ahí-
la viva,
insaciable danza de tus pezones en mi boca,
tu caricia
firme, protectora, encontrándome,
tu fuerte
lengua y esbeltos dedos
llegando a
donde te estuve esperando por años
en mi
húmeda cueva rosada- pase lo que pase, esto es.
XV
Si me
recosté con vos en esa playa blanca,
vacía, el
agua verde, pura y entibiada por la corriente del Golfo,
y no nos
pudimos quedar tendidas en esa playa
porque el
viento nos arrojaba una arena fina
como si
estuviera en nuestra contra
cuando
intentábamos soportarlo y fracasábamos-
si nos
fuimos manejando hacia otro lugar
para dormir
en los brazos de la otra
y las camas
eran angostas como los catres de los presos
y estábamos
cansadas y no dormimos juntas
y esto fue
lo que encontramos, y esto lo que hicimos-
¿es nuestro
el fracaso?
Si me pego
a las circunstancias, no me podría sentir
responsable.
Sólo aquella que dice
que no
eligió es la perdedora al final.
XVI
Enfrente a
la ciudad donde estás, estoy con vos,
igual que
una cálida noche de Agosto
con luna, bañada
por el mar, te miré dormir,
la
desgastada madera sin brillo de la cómoda
llena con
nuestros cepillos, libros, frascos, a la luz de la luna-
o la vez
del huerto en la neblina marina, y yo tendida a tu lado
viendo la
roja puesta de sol por las ventanas de la cabaña,
Mozart en
sol menor en el tocadiscos,
quedándonos
dormidas con la música del mar.
Esta isla
de Manhattan es suficientemente ancha
para las
dos, y angosta:
puedo
escuchar tu respiración esta noche, sé que tu cara
está boca
arriba, la media luz rastreando
tu
generosa, delicada boca
donde el
dolor y la risa duermen juntas.
XVII
Ninguna
está destinada o condenada a amar a nadie.
Los
accidentes suceden, no somos heroínas,
suceden en
nuestras vidas como los accidentes de tráfico,
los libros
que nos cambian, los barrios
a los que
nos mudamos y que llegamos a amar.
Tristan und Isolde de seguro no es la historia,
las mujeres
deberían al menos conocer la diferencia
entre el
amor y la muerte. Ninguna copa de veneno,
ninguna
penitencia. Meramente la noción de que el grabador
debería
haber atrapado algún fantasma nuestro: ese grabador
que no sólo
reprodujo sino que debería habernos escuchado
y podido
instruir a aquellas que vinieran después:
esto
fuimos, así es cómo tratamos de amar,
éstas son
las fuerzas que ellos nos pusieron en contra
y éstas son
las fuerzas que nosotras pusimos adentro nuestro,
adentro y
en contra, en contra y adentro nuestro.
XVIII
La lluvia
en el costado oeste de la ruta,
la luz roja
en Riverside:
cuanto más vivo más pienso
que dos personas juntas es un milagro.
Estás
contando la historia de tu vida
y por una
vez, un temblor rompe la superficie de tus palabras.
La historia
de nuestra vida termina siendo nuestra vida.
Ahora estás
en fuga atravesando lo que algún poeta
victoriano
seguramente llamó el salado mar que nos
distancia.
Esas son
las palabras que me vienen a la mente.
Me siento
distanciada, sí. Como sentí el alba acercándose,
esforzado,
hacia el día. Algo: ¿una fisura de la luz-?
Muy cerca,
entre la pena y la ira, un espacio se abre
donde soy
Adrienne sola. Y teniendo más frío.
XIX
¿Puede
estar poniéndose más frío cuando empiezo
a tocarme
otra vez, y lo que estaba adherido se despega?
¿Cuando la
cara desnuda, de mirar hacia atrás, gira, despacio,
y mira el
presente,
el ojo del invierno,
de la ciudad, la ira, la pobreza y la muerte,
y los
labios se separan y dicen: Quiero seguir
viviendo?
¿Hablo con
frialdad cuando te digo en un sueño
o en este
poema, No hay milagros?
(Te dije
desde el principio que quería la vida cotidiana,
la isla de
Manhattan ya era isla suficiente para mí.)
Si te
pudiera hacer saber-
dos mujeres
juntas es un trabajo
que nada de
la civilización hizo más fácil,
dos
personas juntas es un trabajo
heroico en
lo que tiene de ordinario,
el lento
recorrido de un campo donde se duda y se elige,
donde la
más fiera atención se vuelve rutinaria
- mirá las caras de quienes lo eligieron.
XX
Esa
conversación que siempre estuvimos al borde
de tener,
se pasea por mi cabeza,
de noche,
el Hudson tiembla bajo la luz de Nueva Jersey,
el agua
que, aún contaminada, refleja sin embargo
hasta la
luna a veces
y distingo a
una mujer
que amé,
ahogándose en secretos, la herida del miedo alrededor del cuello
asfixiándola
como pelo. Ésta es aquélla
con quien
traté de hablar, cuya cabeza, herida y expresiva,
apartándose
del dolor, es arrastrada aun más abajo
en donde no
puede escucharme,
y pronto
voy a saber que yo estaba hablando con mi propia alma.
XXI
Los oscuros
dinteles, las azules piedras extranjeras
del gran
círculo por implementos de piedra,
la luz de
la noche de pleno verano alzándose detrás
del
horizonte – cuando dije: “una fisura de la luz”
me refería
a esto. Pero esto no es Stonehenge
ni ningún
otro lugar más que la mente
replegándose
hacia donde su soledad,
compartida,
puede ser elegida sin esa soledad,
no con
facilidad, no sin dolores para marcar
el círculo,
las densas sombras, la gran luz.
Yo elijo
ser una figura en esa luz,
medio
borrada por la oscuridad, algo que se mueve
y cruza ese
espacio, el color de la piedra
saludando a
la luna, pero algo más que piedra:
una mujer.
Yo elijo caminar aquí. Y dibujar este círculo.
1974-1976
Versión de Tom Maver
Del libro Dream of a common language. Poems 1974-1977.
Twenty-One Love Poems
I
Wherever in
this city, screens flicker
with
pornography, with science-fiction vampires,
victimized
hirelings bending to the lash,
we also
have to walk… if simply as we walk
through the
rainsoaked garbage, the tabloid cruelties
of our own
neighborhoods.
We need to
grasp our lives inseparable
from those
rancid dreams, that blurt of metal, those disgraces,
and the red
begonia perilously flashing
from a
tenement sill six stories high,
or the
long-legged young girls playing ball
in the
junior high school playground.
No one has
imagined us. We want to live like trees,
sycamores
blazing through the sulfuric air,
dappled
with scars, still exuberantly budding,
our animal
passion rooted in the city.
II
I wake up
in your bed. I know I have been dreaming.
Much
earlier, the alarm broke us from each other,
you’ve been
at your desk for hours. I know what I dreamed:
our friend
the poet comes into my room
where I’ve
been writing for days,
drafts,
carbons, poems are scattered everywhere,
and I want
to show her one poem
which is
the poem of my life. But I hesitate,
and wake.
You’ve kissed my hair
to wake me.
I dreamed you were a poem,
I say, a
poem I wanted to show someone…
and I laugh
and fall dreaming again
of the
desire to show you to everyone I love,
to move
openly together
in the pull
of gravity, which is not simple,
which
carries the feathered grass a long way down the upbreathing air.
III
Since we’re
not young, weeks have to do time
for years
of missing each other. Yet only this odd warp
in time
tells me we’re not young.
Did I ever
walk the morning streets at twenty,
my limbs
streaming with a purer joy?
did I lean
from any window over the city
listening
for the future
as I listen
here with nerves tuned for your ring?
And you,
you move toward me with the same tempo.
Your eyes
are everlasting, the green spark
of the
blue-eyed grass of early summer,
the
green-blue wild cress washed by the spring.
At twenty,
yes: we thought we’d live forever.
At
forty-five, I want to know even our limits.
I touch you
knowing we weren’t born tomorrow,
and
somehow, each of us will help the other life,
and somewhere,
each of us must help the other die.
IV
I come home
from you through the early light of spring
flashing
off ordinary walls, the Pez Dorado,
the
Discount Wares, the shoe-store… I’m lugging my sack
of
groceries, I dash for the elevator
where a man,
taut, elderly, carefully composed
lets the
door almost close on me. —For
god’s sake hold it!
I croak at
him.—Hysterical,--he breathes my way.
I let
myself into the kitchen, unload my bundles,
make
coffee, open the window, put on Nina Simone
singing Here
comes the sun… I open the mail,
drinking
delicious coffee, delicious music,
my body
still both light and heavy with you. The mail
lets fall a
Xerox of something written by a man
aged 27, a hostage, tortured in
prison:
My genitals
have been the object of such a sadistic display
they keep
me constantly awake with the pain…
Do whatever
you can to survive.
You know, I
think that men love wars…
And my
incurable anger, my unmendable wounds
break open
further with tears, I am crying helplessly,
and they
still control the world, and you are not in my arms.
V
This
apartment full of books could crack open
to the
thick jaws, the bulging eyes
of
monsters, easily: Once open the books, you have to face
the
underside of everything you’ve loved—
the rack
and pincers held in readiness, the gag
even the
best voices have had to mumble through,
the silence
burying unwanted children—
women,
deviants, witnesses—in desert sand.
Kenneth
tells me he’s been arranging his books
so he can
look at Blake and Kafka while he types;
yes; and we
still have to reckon with Swift
loathing
the woman’s flesh while praising her mind,
Goethe’s
dread of the Mothers, Claudel vilifying Gide,
and the
ghosts—their hands clasped for centuries—
of artists
dying in childbirth, wise-women charred at the stake,
centuries
of books unwritten piled behind these shelves;
and we
still have to stare into the absence
of men who
would not, women who could not, speak
to our
life—this still unexcavated hole
called
civilization, this act of translation, this half-world.
VI
Your small
hands, precisely equal to my own—
only the
thumb is larger, longer—in these hands
I could
trust the world, or in many hands like these,
handling
power-tools or steering-wheel
or touching
a human face… Such hands could turn
the unborn
child rightways in the birth canal
or pilot
the exploratory rescue-ship
through
icebergs, or piece together
the fine,
needle-like sherds of a great krater-cup
bearing on
its sides
figures of
ecstatic women striding
to the
sibyl’s den or the Eleusinian cave—
such hands
might carry out an unavoidable violence
with such
restraint, with such a grasp
of the
range and limits of violence
that
violence ever after would be obsolete.
VII
What kind
of beast would turn its life into words?
What
atonement is this all about?
--and yet,
writing words like these, I’m also living.
Is all this
close to the wolverines’ howled signals,
that
modulated cantata of the wild?
or, when
away from you I try to create you in words,
am I simply
using you, like a river or a war?
And how
have I used rivers, how have I used wars
to escape
writing of the worst thing of all—
not the
crimes of others, not even our own death,
but the
failure to want our freedom passionately enough
so that
blighted elms, sick rivers, massacres would seem
mere
emblems of that desecration of ourselves?
VIII
I can see
myself years back at Sunion,
hurting
with an infected foot, Philoctetes
in woman’s
form, limping the long path,
lying on a
headland over the dark sea,
looking
down the red rocks to where a soundless curl
of white
told me a wave had struck,
imagining
the pull of that water from that height,
knowing
deliberate suicide wasn’t my métier,
yet all the
time nursing, measuring that wound.
Well,
that’s finished. The woman who cherished
her
suffering is dead. I am her descendant.
I love the
scar-tissue she handed on to me,
but I want
to go on from here with you
fighting
the temptation to make a career of pain.
IX
Your
silence today is a pond where drowned things live
I want to
see raised dripping and brought into the sun.
It’s not my
own face I see there, but other faces,
even your
face at another age.
Whatever’s
lost there is needed by both of us—
a watch of
old gold, a water-blurred fever chart,
a key… Even
the silt and pebbles of the bottom
deserve
their glint of recognition. I fear this silence,
this
inarticulate life. I’m waiting
for a wind
that will gently open this sheeted water
for once,
and show me what I can do
for you,
who have often made the unnameable
nameable
for others, even for me.
X
Your dog,
tranquil and innocent, dozes through
our cries,
our murmured dawn conspiracies
our
telephone calls. She knows—what can she know?
If in my
human arrogance I claim to read
her eyes, I
find there only my own animal thoughts:
that
creatures must find each other for bodily comfort,
that voices
of the psyche drive through the flesh
further
than the dense brain could have foretold,
that the
planetary nights are growing cold for those
on the same
journey, who want to touch
one
creature-traveler clear to the end;
that
without tenderness, we are in hell.
XI
Every peak
is a crater. This is the law of volcanoes,
making them
eternally and visibly female.
No height
without depth, without a burning core,
though our
straw soles shred on the hardened lava.
I want to
travel with you to every sacred mountain
smoking
within like the sibyl stooped over his tripod,
I want to
reach for your hand as we scale the path,
to feel
your arteries glowing in my clasp,
never
failing to note the small, jewel-like flower
unfamiliar
to us, nameless till we rename her,
that clings
to the slowly altering rock—
that detail
outside ourselves that brings us to ourselves,
was here
before us, knew we would come, and sees beyond us.
XII
Sleeping,
turning in turn like planets
rotating in
their midnight meadow:
a touch is
enough to let us know
we’re not
alone in the universe, even in sleep:
the
dream-ghosts of two worlds
walking
their ghost-towns, almost address each other.
I’ve
wakened to your muttered words
spoken
light- or dark-years away
as if my
own voice had spoken.
But we have
different voices, even in sleep,
and our
bodies, so alike, are yet so different
and the
past echoing through our bloodstreams
is
freighted with different language, different meanings—
though in
any chronicle of the world we share
it could be
written with new meaning
we were two
lovers of one gender,
we were two
women of one generation.
XIII
The rules
break like a thermometer,
quicksilver
spills across the charted systems,
we’re out
in a country that has no language
no laws,
we’re chasing the raven and the wren
through
gorges unexplored since dawn
whatever we
do together is pure invention
the maps
they gave us were out of date
by years…
we’re driving through the desert
wondering
if the water will hold out
the
hallucinations turn to simple villages
the music
on the radio comes clear—
neither
Rosenkavalier nor Götterdämmerung
but a
woman’s voice singing old songs
with new
words, with a quiet bass, a flute
plucked and
fingered by women outside the law.
XIV
It was your
vision of the pilot
confirmed
my vision of you: you said, He keeps
on steering
headlong into the waves, on purpose
while we
crouched in the open hatchway
vomiting
into plastic bags
for three
hours between St. Pierre and Miquelon .
I never
felt closer to you.
In the
close cabin where the honeymoon couples
huddled in
each other’s laps and arms
I put my
hand on your thigh
to comfort
both of us, your hand came over mine,
we stayed
that way, suffering together
in our
bodies, as if all suffering
were
physical, we touched so in the presence
of
strangers who knew nothing and cared less
vomiting
their private pain
as if all
suffering were physical.
(The
Floating Poem, Unnumbered)
Whatever
happens with us, your body
will haunt
mine—tender, delicate
your
lovemaking, like the half-curled frond
of the
fiddlehead fern in forests
just washed
by sun. Your traveled, generous thighs
between
which my whole face has come and come—
the
innocence and wisdom of the place my tongue has found there—
the live,
insatiate dance of your nipples in my mouth—
your touch
on me, firm, protective, searching
me out,
your strong tongue and slender fingers
reaching
where I had been waiting for years for you
in my
rose-wet cave—whatever happens, this is.
XV
If I lay on
that beach with you
white,
empty, pure green water warmed by the Gulf Stream
and lying
on that beach we could not stay
because the
wind drove fine sand against us
as if it
were against us
if we tried
to withstand it and we failed—
if we drove
to another place
to sleep in
each other’s arms
and the
beds were narrow like prisoners’ cots
and we were
tired and did not sleep together
and this
was what we found, so this is what we did—
was the
failure ours?
If I cling
to circumstances I could feel
not
responsible. Only she who says
she did not
choose, is the loser in the end.
XVI
Across a
city from you, I’m with you,
just as an
August night
moony,
inlet-warm, seabathed, I watched you sleep,
the
scrubbed, sheenless wood of the dressing-table
cluttered
with our brushes, books, vials in the moonlight—
or a
salt-mist orchard, lying at your side
watching
red sunset through the screendoor of the cabin,
G minor
Mozart on the tape-recorder,
falling
asleep to the music of the sea.
This island of Manhattan is wide enough
for both of
us, and narrow:
I can hear
your breath tonight, I know how your face
lies
upturned, the halflight tracing
your
generous, delicate mouth
where grief
and laughter sleep together.
XVII
No one’s
fated or doomed to love anyone.
The
accidents happen, we’re not heroines,
they happen
in our lives like car crashes,
books that
change us, neighborhoods
we move
into and come to love.
Tristan und
Isolde is scarcely the story,
women at
least should know the difference
between
love and death. No poison cup,
no penance.
Merely a notion that the tape-recorder
should have
caught some ghost of us: that tape-recorder
not merely
played but should have listened to us,
and could
instruct those after us:
this we
were, this is how we tried to love,
and these
are the forces they had ranged against us,
and these
are the forces we had ranged within us,
within us
and against us, against us and within us.
XVIII
Rain on the
West Side Highway,
red light
at Riverside :
the more I
live the more I think
two people
together is a miracle.
You’re
telling the story of your life
for once, a
tremor breaks the surface of your words.
The story
of our lives becomes our lives.
Now you’re
in fugue across what some I’m sure
Victorian
poet called the salt estranging sea.
Those are
the words that come to mind.
I feel
estrangement, yes. As I’ve felt dawn
pushing
towards daybreak. Something: a cleft of light—?
Close
between grief and anger, a space opens
where I am
Adrienne alone. And growing colder.
XIX
Can it be
growing colder when I begin
to touch
myself again, adhesions pull away?
When slowly
the naked face turns from staring backward
and looks
into the present,
the eye of
winter, city, anger, poverty, and death
and the
lips part and say: I mean to go on living?
Am I
speaking coldly when I tell you in a dream
or in this
poem, There are no miracles?
(I told you
from the first I wanted daily life,
this island of Manhattan was island enough for me.)
If I could
let you know—
two women
together is a work
nothing in
civilization has make simple,
two people
together is a work
heroic in
its ordinariness,
the
slow-picked, halting traverse of a pitch
where the
fiercest attention becomes routine
—look at
the faces of those who have chosen it.
XX
That
conversation we were always on the edge
of having,
runs on in my head,
at night
the Hudson trembles in New Jersey light
polluted
water yet reflecting even
sometimes
the moon
and I
discern a woman
I loved,
drowning in secrets, fear wound round her throat
and choking
her like hair. And this is she
with whom I
tried to speak, whose hurt, expressive head
turning
aside from pain, is dragged down deeper
where it
cannot hear me,
and soon I
shall know I was talking to my own soul.
XXI
The dark
lintels, the blue and foreign stones
of the
great round rippled by stone implements
the
midsummer night light rising form beneath
the
horizon—when I said “a cleft of light”
I meant
this. And this is not Stonehenge
simply nor
any place but the mind
casting
back to where her solitude,
shared,
could be chosen without loneliness,
not easily
nor without pains to stake out
the circle,
the heavy shadows, the great light.
I choose to
be a figure in that light,
half-blotted
by darkness, something moving
across that
space, the color of stone
greeting
the moon, yet more than stone:
a woman. I
choose to walk here. And to draw this circle.
1974-1976