2.12.12

Adrienne Rich - Veintiún poemas de amor

(1929 - 2012)



Veintiún poemas de amor


I
Por toda esta ciudad, donde las pantallas parpadean
con pornografía, con vampiros de ciencia ficción,
con mercenarios victimizados doblándose bajo el látigo,
nosotras además tenemos que caminar… tan simple como caminar
entre la basura mojada y las crueldades de nuestros propios barrios
que salen en la tapa de los diarios.
Necesitamos llegar a entender nuestras vidas como algo inseparable
de esos sueños rancios, esos estallidos de metal, esas desgracias
y de la roja begonia centelleando peligrosamente
en el balcón de un edificio de seis pisos,
o de las chicas jóvenes de piernas largas jugando a la pelota
en el patio de la secundaria.
Nadie nos imaginó. Queremos vivir como árboles,
plátanos brillando en el aire sulfúrico
manchados de cicatrices, pero floreciendo con exuberancia,
nuestra pasión animal plantada en la ciudad.


II
Me despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.
Mucho antes, la alarma nos separó,
estuviste en tu escritorio por horas. Sé lo que soñé:
nuestra amiga poeta entra en mi cuarto
donde estuve escribiendo por días,
borradores, papel carbónico, poemas dispersos por todos lados,
y yo le quiero mostrar un poema
que es el poema de mi vida. Pero vacilo
y despierto. Besaste mi pelo
para despertarme. Soñé que eras un poema,
le digo, un poema que le quería mostrar a alguien…
y me río y me vuelvo a quedar dormida
con el deseo de mostrarte a todos los que amo,
de movernos juntas abiertamente
bajo la fuerza de gravedad, que no es sencilla,
que arrastra el pasto como plumas un largo trecho hasta el aire que respiramos.


III
Como no somos jóvenes, las semanas tienen que servirnos
de años para extrañarnos una a la otra. Pero este extraño doblez
del tiempo me dice que no somos jóvenes.
¿Alguna vez caminé por las calles del amanecer a los veinte
con los miembros estremecidos por una alegría más pura?,
¿me asomé de alguna ventana sobre la ciudad
queriendo escuchar el futuro
como ahora escucho con los nervios afinados para tu llamada?
Y vos, vos te me acercás con el mismo tempo.
Tus ojos son eternos, la chispa verde
del pasto de ojos azules a comienzos de verano,
las salvajes plantas verde-azules lavadas por la fuente.
Sí, a los veinte creíamos que viviríamos para siempre.
A los cuarenta y cinco quiero conocer aunque sea nuestros límites.
Te toco sabiendo que no nacimos mañana
y que de algún modo, cada una va a ayudar a la otra a vivir
y que en algún lado, cada una deberá ayudar a morir a la otra.


IV
Vuelvo de estar con vos a casa en la temprana luz de la primavera,
pasando rápidamente entre paredes ordinarias, el Pez Dorado,
los bazares con sus descuentos, la zapatería… Arrastro mi bolsa
del almacén, me lanzo al ascensor
donde un hombre, tenso, de edad, cuidadosamente sereno
deja que la puerta se cierre. –¡Por amor de Dios, esperá!
le grito con voz ronca. –¡Histérica!,- me responde por lo bajo.
Entro en la cocina, vacío las bolsas,
hago café, abro la ventana, pongo a Nina Simone
cantando Here comes the sun…Abro el correo
tomando un café delicioso, una música deliciosa,
mi cuerpo todavía liviano de vos, y pesado. Del correo
se desliza una copia de algo escrito por un hombre
de 27 años, un rehén torturado en prisión:
Mis genitales fueron objeto de tal despliegue sádico
que me mantienen constantemente despierto por el dolor…
Hacé lo que puedas para sobrevivir.
Sabés, creo que el hombre ama la guerra…
Y mi odio incurable, mis heridas sin cicatriz posible
se abren aún más con lágrimas, estoy llorando desconsoladamente,
y ellos todavía tienen el control del mundo, y vos no estás en mis brazos.


V
Este departamento lleno de libros se partiría al medio
fácilmente bajo las gruesas mandíbulas y los ojos saltones
de los monstruos: una vez abiertos los libros, tenés que enfrentar
la parte de abajo de cada cosa que amaste-
el estante y las pinzas, preparadas y listas, la mordaza
a través de la cual hasta las mejores voces tuvieron que mascullar,
el silencio enterrando hijos no queridos-
mujeres, desviados, testigos- en la arena del desierto.
Kenneth me dice que estuvo arreglando sus libros
así puede ver a Blake y a Kafka mientras escribe;
sí; y todavía tenemos que reflexionar con Swift
odiando la carne de la mujer al tiempo que alabamos su mente;
el terror de Goethe por las Madres, Claudel calumniando a Gide,
y los fantasmas – sus manos firmes por siglos-
de artistas muertas al nacer, mujeres sabias carbonizadas en los postes,
centurias de libros no escritos apilados detrás de esos estantes;
y nosotras todavía tenemos que mirar la ausencia
de hombres que no, de mujeres que no podrían hablarle
a nuestra vida- este agujero aún sin excavar
llamado civilización, este acto de traducción, esta mitad de mundo.


VI
Tus manos chicas, exactamente iguales a las mías-
salvo el índice que es más largo y fino- en estas manos
podría dejar el mundo, o en muchas manos como éstas,
manejando agujereadoras o volantes
o tocando un rostro humano… Semejantes manos podrían llevar
al que va a nacer correctamente por el canal del nacimiento
o pilotear la nave de rescate que explora
en medio de los icebergs, o mantener unidos
los preciosos añicos, ínfimos como agujas, de una gran jarra
que tiene a sus costados
figuras de mujeres extáticas cruzando
a trancos el cuarto de la sibila o la cueva eleusiniana-
semejantes manos podrían  detonar una violencia inevitable
con tal compostura, con tal comprensión
de sus alcances y límites
que la violencia a partir de entonces sería obsoleta.


VII
¿Qué clase de bestia convertiría su vida en palabras?
¿Qué clase de expiación es ésta?
-y sin embargo, al escribir palabras como éstas, también vivo.
¿Es todo esto algo cercano a las señales aulladas por el carcayú,
esa modulada cantata de la selva?
o bien, cuando estoy lejos de vos y trato de crearte con palabras,
¿no te estoy usando simplemente como un río o una guerra?
Pero, ¿cómo usé los ríos, cómo usé las guerras
para evitar escribir la peor cosa de todas-
no los crímenes de los demás, ni siquiera nuestra propia muerte,
sino el fracaso de no desear con suficiente pasión nuestra libertad de modo
que los olmos enfermos, los ríos contaminados, las masacres parezcan
meros emblemas de esa profanación de nosotros mismos?


VIII
Puedo verme años atrás en Sunion,
con un pie infectado, lastimada, Filoctetes
en forma de mujer, rengueando el largo camino,
recostada en un acantilado encima del océano,
mirando hacia las rocas rojas donde un mudo rulo
blanco me decía que una ola había golpeado,
imaginándome la fuerza de la marea desde esa altura,
sabiendo que el suicidio deliberado no era lo mío,
y sin embargo cuidando, midiendo mi herida.
Bueno, eso ya terminó. La mujer que protegía
su sufrimiento está muerta. Soy su descendiente.
Me encanta el pañuelo que me pasó
pero desde acá quiero seguir acompañada por vos
luchando contra la tentación de seguir una carrera de dolor.


IX
Hoy tu silencio es un lago donde viven cosas ahogadas
que yo quiero ver alzadas y puestas al sol, goteando.
No es mi propio rostro el que veo ahí, sino el de otros,
incluso el tuyo pero en otro tiempo.
Lo que sea que esté perdido ahí es necesario para ambas-
un reloj de oro viejo, cuadros de fiebre borroneados con agua,
una llave… Incluso el limo y los guijarros del fondo
merecen su chispa de reconocimiento. Le temo a este silencio,
a esta vida inarticulada. Estoy esperando
un viento que abra gentilmente esta agua lisa
de una vez, y me muestre lo que puedo hacer
por vos, que siempre hiciste lo innombrable
nombrable para los demás, incluso para mí.


X
Tu perra, tranquila e inocente, duerme la siesta a pesar
de nuestros gritos, nuestras murmuradas conspiraciones atardecidas
nuestras llamadas telefónicas. Ella sabe-¿qué puede saber?
Si con mi arrogancia humana digo leer
sus ojos, encuentro sólo mis propios pensamientos animales:
que las criaturas deben encontrarse para confortar sus cuerpos,
que las voces de la mente van por la carne
más rápido de lo que el denso cerebro podría haber predicho,
que las noches planetarias se ponen frías para aquellas
que en ese mismo viaje quieren tocar
una criatura viajera hasta el fondo;
que sin ternura estamos en el infierno.


XI
Cada pico es un cráter. Ésta es la ley de los volcanes,
que los vuelve eterna y visiblemente femeninos.
No hay altura sin profundidad, sin un corazón llameante,
aunque nuestras suelas de yute se deshagan en la lava endurecida.
Quiero viajar con vos a cada montaña sagrada
que humee por dentro como la sibila inclinada sobre su trípode,
quiero tomarte de la mano mientras escalemos por el camino,
sentir tus arterias vibrando en mi mano apretada,
sin dejar de notar nunca la pequeña flor en forma de joya
desconocida para nosotras, sin nombre hasta que la renombremos,
que se aferra a la roca que cambia despacio-
ese detalle, exterior a nosotras  y que nos trae de vuelta,
estuvo antes que nosotras, sabía que vendríamos y ve más allá de nosotras.


XII
Durmiendo, girando por turnos como planetas
rotando en su pradera de medianoche:
un roce es suficiente para hacernos saber
que no estamos solas en el universo, ni siquiera al dormir:
los fantasmas del sueño de dos mundos,
caminando en sus pueblos fantasma, se hablan casi.
Me desperté con tus palabras masculladas,
dichas años luz atrás o años oscuros atrás
como si hubiera sido mi propia voz la que hablaba.
Pero tenemos voces diferentes, incluso al dormir,
y nuestros cuerpos, tan parecidos, son, sin embargo, tan diferentes
y el pasado, haciéndose eco en nuestra sangre,
se carga con diferentes idiomas, diferentes significados-
aunque en cualquier crónica del mundo que compartamos
podría escribirse con un nuevo sentido
que éramos dos amantes de un mismo género,
que éramos dos mujeres de una misma generación.


XIII
Las reglas se rompen como un termómetro,
el mercurio se derrama sobre los sistemas gráficos,
estamos en un país que no tiene ni lengua
ni leyes, estamos persiguiendo al cuervo y al abadejo
a través de desfiladeros inexplorados desde la tarde
sea lo que sea que hagamos es pura invención
los mapas que nos dieron estaban desactualizados
desde hacía años… estamos manejando por el desierto
preguntándonos si el agua va a alcanzar
si las alucinaciones van a convertirse en simples pueblos
la música de la radio llega clara-
ni Rosenkavalier ni Götterdämmerung
sino la voz de una mujer cantando viejas canciones
con nuevas palabras, con un suave bajo y una flauta
tocada por mujeres fuera de la ley.


XIV
Fue la visión que tuviste del piloto
la que confirmó mi visión de vos: dijiste, Mantiene
fija la mirada en las olas, a propósito
mientras nos acuclillamos en la escotilla abierta
vomitando adentro de bolsas plásticas
por tres horas entre St. Pierre y Miquelon.
Nunca me sentí tan cerca tuyo.
En la cabina cerrada donde las parejas en luna de miel
se acurrucaban en los brazos y faldas del otro,
yo puse mi mano en tu muslo
para confortarnos a las dos, y la tuya vino sobre la mía
y nos quedamos así, sufriendo juntas
en nuestros cuerpos, como si todo sufrimiento
fuera físico, nos tocamos en presencia
de extraños que ni sabían ni les importaba
vomitar su dolores privados
como si todo sufrimiento fuera físico.


(EL POEMA FLOTANTE, SIN NÚMERO)
Pase lo que pase entre nosotras, tu cuerpo
va a atormentar el mío- tu modo tierno,
delicado de hacer el amor, como la apenas curvada fronda
del helecho en los bosques
recién bañados por el sol. Tus experimentados, generosos muslos
entre los cuales mi cara entera avanzó y avanzó-
la inocencia y sabiduría del lugar que mi lengua encontró ahí-
la viva, insaciable danza de tus pezones en mi boca,
tu caricia firme, protectora, encontrándome,
tu fuerte lengua y esbeltos dedos
llegando a donde te estuve esperando por años
en mi húmeda cueva rosada- pase lo que pase, esto es.


XV
Si me recosté con vos en esa playa blanca,
vacía, el agua verde, pura y entibiada por la corriente del Golfo,
y no nos pudimos quedar tendidas en esa playa
porque el viento nos arrojaba una arena fina
como si estuviera en nuestra contra
cuando intentábamos soportarlo y fracasábamos-
si nos fuimos manejando hacia otro lugar
para dormir en los brazos de la otra
y las camas eran angostas como los catres de los presos
y estábamos cansadas y no dormimos juntas
y esto fue lo que encontramos, y esto lo que hicimos-
¿es nuestro el fracaso?
Si me pego a las circunstancias, no me podría sentir
responsable. Sólo aquella que dice
que no eligió es la perdedora al final.


XVI
Enfrente a la ciudad donde estás, estoy con vos,
igual que una cálida noche de Agosto
con luna, bañada por el mar, te miré dormir,
la desgastada madera sin brillo de la cómoda
llena con nuestros cepillos, libros, frascos, a la luz de la luna-
o la vez del huerto en la neblina marina, y yo tendida a tu lado
viendo la roja puesta de sol por las ventanas de la cabaña,
Mozart en sol menor en el tocadiscos,
quedándonos dormidas con la música del mar.
Esta isla de Manhattan es suficientemente ancha
para las dos, y angosta:
puedo escuchar tu respiración esta noche, sé que tu cara
está boca arriba, la media luz rastreando
tu generosa, delicada boca
donde el dolor y la risa duermen juntas.


XVII
Ninguna está destinada o condenada a amar a nadie.
Los accidentes suceden, no somos heroínas,
suceden en nuestras vidas como los accidentes de tráfico,
los libros que nos cambian, los barrios
a los que nos mudamos y que llegamos a amar.
Tristan und Isolde de seguro no es la historia,
las mujeres deberían al menos conocer la diferencia
entre el amor y la muerte. Ninguna copa de veneno,
ninguna penitencia. Meramente la noción de que el grabador
debería haber atrapado algún fantasma nuestro: ese grabador
que no sólo reprodujo sino que debería habernos escuchado
y podido instruir a aquellas que vinieran después:
esto fuimos, así es cómo tratamos de amar,
éstas son las fuerzas que ellos nos pusieron en contra
y éstas son las fuerzas que nosotras pusimos adentro nuestro,
adentro y en contra, en contra y adentro nuestro.


XVIII
La lluvia en el costado oeste de la ruta,
la luz roja en Riverside:
cuanto más vivo más pienso
que dos personas juntas es un milagro.
Estás contando la historia de tu vida
y por una vez, un temblor rompe la superficie de tus palabras.
La historia de nuestra vida termina siendo nuestra vida.
Ahora estás en fuga atravesando lo que algún poeta
victoriano seguramente llamó el salado mar que nos distancia.
Esas son las palabras que me vienen a la mente.
Me siento distanciada, sí. Como sentí el alba acercándose,
esforzado, hacia el día. Algo: ¿una fisura de la luz-?
Muy cerca, entre la pena y la ira, un espacio se abre
donde soy Adrienne sola. Y teniendo más frío.


XIX
¿Puede estar poniéndose más frío cuando empiezo
a tocarme otra vez, y lo que estaba adherido se despega?
¿Cuando la cara desnuda, de mirar hacia atrás, gira, despacio,
y mira el presente,
el ojo del invierno, de la ciudad, la ira, la pobreza y la muerte,
y los labios se separan y dicen: Quiero seguir viviendo?
¿Hablo con frialdad cuando te digo en un sueño
o en este poema, No hay milagros?
(Te dije desde el principio que quería la vida cotidiana,
la isla de Manhattan ya era isla suficiente para mí.)
Si te pudiera hacer saber-
dos mujeres juntas es un trabajo
que nada de la civilización hizo más fácil,
dos personas juntas es un trabajo
heroico en lo que tiene de ordinario,
el lento recorrido de un campo donde se duda y se elige,
donde la más fiera atención se vuelve rutinaria
-  mirá las caras de quienes lo eligieron.


XX
Esa conversación que siempre estuvimos al borde
de tener, se pasea por mi cabeza,
de noche, el Hudson tiembla bajo la luz de Nueva Jersey,
el agua que, aún contaminada, refleja sin embargo
hasta la luna a veces
y distingo a una mujer
que amé, ahogándose en secretos, la herida del miedo alrededor del cuello
asfixiándola como pelo. Ésta es aquélla
con quien traté de hablar, cuya cabeza, herida y expresiva,
apartándose del dolor, es arrastrada aun más abajo
en donde no puede escucharme,
y pronto voy a saber que yo estaba hablando con mi propia alma.


XXI
Los oscuros dinteles, las azules piedras extranjeras
del gran círculo  por implementos de piedra,
la luz de la noche de pleno verano alzándose detrás
del horizonte – cuando dije: “una fisura de la luz”
me refería a esto. Pero esto no es Stonehenge
ni ningún otro lugar más que la mente
replegándose hacia donde su soledad,
compartida, puede ser elegida sin esa soledad,
no con facilidad, no sin dolores para marcar
el círculo, las densas sombras, la gran luz.
Yo elijo ser una figura en esa luz,
medio borrada por la oscuridad, algo que se mueve
y cruza ese espacio, el color de la piedra
saludando a la luna, pero algo más que piedra:
una mujer. Yo elijo caminar aquí. Y dibujar este círculo.


1974-1976

Versión de Tom Maver

 Del libro Dream of a common language. Poems 1974-1977



Twenty-One Love Poems


I
Wherever in this city, screens flicker
with pornography, with science-fiction vampires,
victimized hirelings bending to the lash,
we also have to walk… if simply as we walk
through the rainsoaked garbage, the tabloid cruelties
of our own neighborhoods.
We need to grasp our lives inseparable
from those rancid dreams, that blurt of metal, those disgraces,
and the red begonia perilously flashing
from a tenement sill six stories high,
or the long-legged young girls playing ball
in the junior high school playground.
No one has imagined us. We want to live like trees,
sycamores blazing through the sulfuric air,
dappled with scars, still exuberantly budding,
our animal passion rooted in the city.

II
I wake up in your bed. I know I have been dreaming.
Much earlier, the alarm broke us from each other,
you’ve been at your desk for hours. I know what I dreamed:
our friend the poet comes into my room
where I’ve been writing for days,
drafts, carbons, poems are scattered everywhere,
and I want to show her one poem
which is the poem of my life. But I hesitate,
and wake. You’ve kissed my hair
to wake me. I dreamed you were a poem,
I say, a poem I wanted to show someone…
and I laugh and fall dreaming again
of the desire to show you to everyone I love,
to move openly together
in the pull of gravity, which is not simple,
which carries the feathered grass a long way down the upbreathing air.

III
Since we’re not young, weeks have to do time
for years of missing each other. Yet only this odd warp
in time tells me we’re not young.
Did I ever walk the morning streets at twenty,
my limbs streaming with a purer joy?
did I lean from any window over the city
listening for the future
as I listen here with nerves tuned for your ring?
And you, you move toward me with the same tempo.
Your eyes are everlasting, the green spark
of the blue-eyed grass of early summer,
the green-blue wild cress washed by the spring.
At twenty, yes: we thought we’d live forever.
At forty-five, I want to know even our limits.
I touch you knowing we weren’t born tomorrow,
and somehow, each of us will help the other life,
and somewhere, each of us must help the other die.

IV
I come home from you through the early light of spring
flashing off ordinary walls, the Pez Dorado,
the Discount Wares, the shoe-store… I’m lugging my sack
of groceries, I dash for the elevator
where a man, taut, elderly, carefully composed
lets the door almost close on me.—For god’s sake hold it!
I croak at him.—Hysterical,--he breathes my way.
I let myself into the kitchen, unload my bundles,
make coffee, open the window, put on Nina Simone
singing Here comes the sun… I open the mail,
drinking delicious coffee, delicious music,
my body still both light and heavy with you. The mail
lets fall a Xerox of something written by a man
aged 27, a hostage, tortured in prison:
My genitals have been the object of such a sadistic display
they keep me constantly awake with the pain…
Do whatever you can to survive.
You know, I think that men love wars…
And my incurable anger, my unmendable wounds
break open further with tears, I am crying helplessly,
and they still control the world, and you are not in my arms.

V
This apartment full of books could crack open
to the thick jaws, the bulging eyes
of monsters, easily: Once open the books, you have to face
the underside of everything you’ve loved—
the rack and pincers held in readiness, the gag
even the best voices have had to mumble through,
the silence burying unwanted children—
women, deviants, witnesses—in desert sand.
Kenneth tells me he’s been arranging his books
so he can look at Blake and Kafka while he types;
yes; and we still have to reckon with Swift
loathing the woman’s flesh while praising her mind,
Goethe’s dread of the Mothers, Claudel vilifying Gide,
and the ghosts—their hands clasped for centuries—
of artists dying in childbirth, wise-women charred at the stake,
centuries of books unwritten piled behind these shelves;
and we still have to stare into the absence
of men who would not, women who could not, speak
to our life—this still unexcavated hole
called civilization, this act of translation, this half-world.

VI
Your small hands, precisely equal to my own—
only the thumb is larger, longer—in these hands
I could trust the world, or in many hands like these,
handling power-tools or steering-wheel
or touching a human face… Such hands could turn
the unborn child rightways in the birth canal
or pilot the exploratory rescue-ship
through icebergs, or piece together
the fine, needle-like sherds of a great krater-cup
bearing on its sides
figures of ecstatic women striding
to the sibyl’s den or the Eleusinian cave—
such hands might carry out an unavoidable violence
with such restraint, with such a grasp
of the range and limits of violence
that violence ever after would be obsolete.

VII
What kind of beast would turn its life into words?
What atonement is this all about?
--and yet, writing words like these, I’m also living.
Is all this close to the wolverines’ howled signals,
that modulated cantata of the wild?
or, when away from you I try to create you in words,
am I simply using you, like a river or a war?
And how have I used rivers, how have I used wars
to escape writing of the worst thing of all—
not the crimes of others, not even our own death,
but the failure to want our freedom passionately enough
so that blighted elms, sick rivers, massacres would seem
mere emblems of that desecration of ourselves?

VIII
I can see myself years back at Sunion,
hurting with an infected foot, Philoctetes
in woman’s form, limping the long path,
lying on a headland over the dark sea,
looking down the red rocks to where a soundless curl
of white told me a wave had struck,
imagining the pull of that water from that height,
knowing deliberate suicide wasn’t my métier,
yet all the time nursing, measuring that wound.
Well, that’s finished. The woman who cherished
her suffering is dead. I am her descendant.
I love the scar-tissue she handed on to me,
but I want to go on from here with you
fighting the temptation to make a career of pain.

IX
Your silence today is a pond where drowned things live
I want to see raised dripping and brought into the sun.
It’s not my own face I see there, but other faces,
even your face at another age.
Whatever’s lost there is needed by both of us—
a watch of old gold, a water-blurred fever chart,
a key… Even the silt and pebbles of the bottom
deserve their glint of recognition. I fear this silence,
this inarticulate life. I’m waiting
for a wind that will gently open this sheeted water
for once, and show me what I can do
for you, who have often made the unnameable
nameable for others, even for me.

X
Your dog, tranquil and innocent, dozes through
our cries, our murmured dawn conspiracies
our telephone calls. She knows—what can she know?
If in my human arrogance I claim to read
her eyes, I find there only my own animal thoughts:
that creatures must find each other for bodily comfort,
that voices of the psyche drive through the flesh
further than the dense brain could have foretold,
that the planetary nights are growing cold for those
on the same journey, who want to touch
one creature-traveler clear to the end;
that without tenderness, we are in hell.

XI
Every peak is a crater. This is the law of volcanoes,
making them eternally and visibly female.
No height without depth, without a burning core,
though our straw soles shred on the hardened lava.
I want to travel with you to every sacred mountain
smoking within like the sibyl stooped over his tripod,
I want to reach for your hand as we scale the path,
to feel your arteries glowing in my clasp,
never failing to note the small, jewel-like flower
unfamiliar to us, nameless till we rename her,
that clings to the slowly altering rock—
that detail outside ourselves that brings us to ourselves,
was here before us, knew we would come, and sees beyond us.

XII
Sleeping, turning in turn like planets
rotating in their midnight meadow:
a touch is enough to let us know
we’re not alone in the universe, even in sleep:
the dream-ghosts of two worlds
walking their ghost-towns, almost address each other.
I’ve wakened to your muttered words
spoken light- or dark-years away
as if my own voice had spoken.
But we have different voices, even in sleep,
and our bodies, so alike, are yet so different
and the past echoing through our bloodstreams
is freighted with different language, different meanings—
though in any chronicle of the world we share
it could be written with new meaning
we were two lovers of one gender,
we were two women of one generation.

XIII
The rules break like a thermometer,
quicksilver spills across the charted systems,
we’re out in a country that has no language
no laws, we’re chasing the raven and the wren
through gorges unexplored since dawn
whatever we do together is pure invention
the maps they gave us were out of date
by years… we’re driving through the desert
wondering if the water will hold out
the hallucinations turn to simple villages
the music on the radio comes clear—
neither Rosenkavalier nor Götterdämmerung
but a woman’s voice singing old songs
with new words, with a quiet bass, a flute
plucked and fingered by women outside the law.

XIV
It was your vision of the pilot
confirmed my vision of you: you said, He keeps
on steering headlong into the waves, on purpose
while we crouched in the open hatchway
vomiting into plastic bags
for three hours between St. Pierre and Miquelon.
I never felt closer to you.
In the close cabin where the honeymoon couples
huddled in each other’s laps and arms
I put my hand on your thigh
to comfort both of us, your hand came over mine,
we stayed that way, suffering together
in our bodies, as if all suffering
were physical, we touched so in the presence
of strangers who knew nothing and cared less
vomiting their private pain
as if all suffering were physical.

(The Floating Poem, Unnumbered)
Whatever happens with us, your body
will haunt mine—tender, delicate
your lovemaking, like the half-curled frond
of the fiddlehead fern in forests
just washed by sun. Your traveled, generous thighs
between which my whole face has come and come—
the innocence and wisdom of the place my tongue has found there—
the live, insatiate dance of your nipples in my mouth—
your touch on me, firm, protective, searching
me out, your strong tongue and slender fingers
reaching where I had been waiting for years for you
in my rose-wet cave—whatever happens, this is.

XV
If I lay on that beach with you
white, empty, pure green water warmed by the Gulf Stream
and lying on that beach we could not stay
because the wind drove fine sand against us
as if it were against us
if we tried to withstand it and we failed—
if we drove to another place
to sleep in each other’s arms
and the beds were narrow like prisoners’ cots
and we were tired and did not sleep together
and this was what we found, so this is what we did—
was the failure ours?
If I cling to circumstances I could feel
not responsible. Only she who says
she did not choose, is the loser in the end.

XVI
Across a city from you, I’m with you,
just as an August night
moony, inlet-warm, seabathed, I watched you sleep,
the scrubbed, sheenless wood of the dressing-table
cluttered with our brushes, books, vials in the moonlight—
or a salt-mist orchard, lying at your side
watching red sunset through the screendoor of the cabin,
G minor Mozart on the tape-recorder,
falling asleep to the music of the sea.
This island of Manhattan is wide enough
for both of us, and narrow:
I can hear your breath tonight, I know how your face
lies upturned, the halflight tracing
your generous, delicate mouth
where grief and laughter sleep together.

XVII
No one’s fated or doomed to love anyone.
The accidents happen, we’re not heroines,
they happen in our lives like car crashes,
books that change us, neighborhoods
we move into and come to love.
Tristan und Isolde is scarcely the story,
women at least should know the difference
between love and death. No poison cup,
no penance. Merely a notion that the tape-recorder
should have caught some ghost of us: that tape-recorder
not merely played but should have listened to us,
and could instruct those after us:
this we were, this is how we tried to love,
and these are the forces they had ranged against us,
and these are the forces we had ranged within us,
within us and against us, against us and within us.

XVIII
Rain on the West Side Highway,
red light at Riverside:
the more I live the more I think
two people together is a miracle.
You’re telling the story of your life
for once, a tremor breaks the surface of your words.
The story of our lives becomes our lives.
Now you’re in fugue across what some I’m sure
Victorian poet called the salt estranging sea.
Those are the words that come to mind.
I feel estrangement, yes. As I’ve felt dawn
pushing towards daybreak. Something: a cleft of light—?
Close between grief and anger, a space opens
where I am Adrienne alone. And growing colder.

XIX
Can it be growing colder when I begin
to touch myself again, adhesions pull away?
When slowly the naked face turns from staring backward
and looks into the present,
the eye of winter, city, anger, poverty, and death
and the lips part and say: I mean to go on living?
Am I speaking coldly when I tell you in a dream
or in this poem, There are no miracles?
(I told you from the first I wanted daily life,
this island of Manhattan was island enough for me.)
If I could let you know—
two women together is a work
nothing in civilization has make simple,
two people together is a work
heroic in its ordinariness,
the slow-picked, halting traverse of a pitch
where the fiercest attention becomes routine
—look at the faces of those who have chosen it.

XX
That conversation we were always on the edge
of having, runs on in my head,
at night the Hudson trembles in New Jersey light
polluted water yet reflecting even
sometimes the moon
and I discern a woman
I loved, drowning in secrets, fear wound round her throat
and choking her like hair. And this is she
with whom I tried to speak, whose hurt, expressive head
turning aside from pain, is dragged down deeper
where it cannot hear me,
and soon I shall know I was talking to my own soul.

XXI
The dark lintels, the blue and foreign stones
of the great round rippled by stone implements
the midsummer night light rising form beneath
the horizon—when I said “a cleft of light”
I meant this. And this is not Stonehenge
simply nor any place but the mind
casting back to where her solitude,
shared, could be chosen without loneliness,
not easily nor without pains to stake out
the circle, the heavy shadows, the great light.
I choose to be a figure in that light,
half-blotted by darkness, something moving
across that space, the color of stone
greeting the moon, yet more than stone:
a woman. I choose to walk here. And to draw this circle.


1974-1976


LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...