18.7.13

Louise Glück - La parábola de los rehenes




La parábola de los rehenes 

Los griegos están sentados en la playa
preguntándose qué harán cuando la guerra termine. Ninguno
quiere volver a casa, de vuelta
a esa esquelética isla; todos quieren un poco más
de lo que hay en Troya, más
vida al límite, esa sensación de que cada día está
colmado de sorpresas. Pero cómo explicarle esto
a los que están en casa, para quienes
pelear en una guerra es una excusa
plausible para ausentarse, pero
explorar la propia capacidad de diversión
no lo es. Bueno, esto lo pueden enfrentar
después; estos
son hombres de acción, listos para dejarles
a las mujeres y a los chicos una enseñanza.
Volviendo a pensar estas cosas bajo el sol caliente, complacidos
por una nueva fuerza en sus antebrazos que parecen
más dorados que cuando estaban en casa, algunos
empiezan a extrañar un poco a sus familias,
a extrañar a sus esposas, a querer ver
si las guerra las envejeció. Y algunos se van sintiendo
un poquito inquietos: ¿qué pasa si la guerra
es sólo una versión masculina de arreglarse,
un juego diseñado para evitar
las profundas preguntas espirituales? Ah,
pero no fue sólo la guerra. El mundo empezó
llamándolos, una ópera empezando con los fuertes acordes
de la guerra y terminando con el aria suspendida de las sirenas.
Ahí en la playa, discutiendo los muchos
horarios para volver a casa, nadie creyó
que les podría tomar diez años volver a Ítaca;
nadie anticipó esa década de insolubles dilemas – oh aflicción
sin respuesta del corazón humano: ¡cómo dividir
la belleza del mundo entre los amores
aceptables y los inaceptables! En las costas de Troya,
¿cómo podían saber los griegos
que ya eran rehenes: quien una vez
retrasa su viaje está
ya cautivado; cómo podían saber
que de su pequeño número
algunos quedarían atrapados para siempre por sueños de placer,
algunos por el sueño, otros por la música?



 del libro: Meadowlands

Versión de Tom Maver


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Parable of the Hostages

The Greeks are sitting on the beach
wondering what to do when the war ends. No one
wants to go home, back
to that bony island; everyone wants a little more
of what there is in Troy, more
life on the edge, that sense of every day as being
packed with surprises. But how to explain this
to the ones at home to whom
fighting a war is a plausible
excuse for absence, whereas
exploring one’s capacity for diversion
is not. Well, this can be faced
later; these
are men of action, ready to leave
insight to the women and children.
Thinking things over in the hot sun, pleased
by a new strength in their forearms, which seem
more golden than they did at home, some
begin to miss their families a little,
to miss their wives, to want to see
if the war has aged them. And a few grow
slightly uneasy: what if war
is just a male version of dressing up,
a game devised to avoid
profound spiritual questions? Ah,
but it wasn’t only the war. The world had begun
calling them, an opera beginning with the war’s
loud chords and ending with the floating aria of the sirens.
There on the beach, discussing the various
timetables for getting home, no one believed
it could take ten years to get back to Ithaca;
no one foresaw that decade of insoluble dilemmas—oh unanswerable
affliction of the human heart: how to divide
the world’s beauty into acceptable
and unacceptable loves! On the shores of Troy,
how could the Greeks know
they were hostages already: who once
delays the journey is
already enthralled; how could they know
that of their small number
some would be held forever by the dreams of pleasure,

some by sleep, some by music?


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