Mi madre era una trenza de humo negro.
Me cargaba envuelto sobre las
ciudades incendiadas.
El cielo era un lugar vasto y
ventoso para que jugara un chico.
Encontramos a muchos otros que
eran tal y como nosotros. Estaban tratando de ponerse los sobretodos con brazos
hechos de humo.
El alto cielo está lleno de
encogidas orejas sordas en vez de estrellas.
Los gitanos me robaron. Mis padres me robaron de vuelta.
Luego los gitanos me volvieron a robar. Esto siguió así por un tiempo. Un
minuto estaba en la caravana mamando de la oscura teta de mi nueva madre, al
siguiente estaba sentado a la larga mesa del comedor tomando mi desayuno con
una cuchara de plata.
Fue el primer día de primavera.
Uno de mis padres estaba cantando en la ducha; el otro, pintando un gorrión
vivo con los colores de un pájaro tropical.
Soy el último soldado napoleónico. Son casi doscientos años
después y sigo en retirada de Moscú. El camino está bordeado de abedules y el
barro me llega hasta las rodillas. La mujer de un solo ojo quiere venderme una
gallina y yo ni siquiera tengo ropa puesta.
Los alemanes van hacia un lado;
yo voy hacia el otro. Los rusos van todavía por otro lado y saludan con los
brazos despidiéndose. Yo tengo un sable ceremonial. Lo uso para cortarme el
pelo, que tiene 4 metros de largo.
La piedra es un espejo que funciona pobremente. Nada en él salvo
penumbra. ¿Tu penumbra o su penumbra, quién lo puede decir? En la quietud tu
corazón suena como un grillo negro.
Amantes de eternas desilusiones con su colección de viejas
estampillas, ¡estoy llegando! ¡Estoy llegando! Me quieren mostrar una estación
de tren con su reloj parado a las cinco y cinco. No podemos ver dentro de las
boleterías por la suciedad. Ni siquiera sabemos si hay un tren esperando en la
plataforma, mucho menos si la mujer de negro se está apurando al cruzar la
puerta principal. No hay nadie a la vista, de modo que debe ser una estación
silenciosa. Algún pueblito tan borrado por el tiempo que tiene una sola viuda
con velo, y que ahora también se está yendo con su secreto.
Mi ángel guardián le tiene miedo a la oscuridad. Pretende
que no, me manda primero, me dice que ya viene. Al poco tiempo no puedo ver
nada. “Éste debe ser el rincón más oscuro del cielo”, alguien susurra a mis
espaldas. Resulta que su ángel guardián también falta. “Es una locura”, le
digo. “Pequeños cobardes sucios, que nos dejan solos”. Y por supuesto, por lo
que sabemos, uno de nosotros podría ser un hombre viejo en su lecho de muerte y
la otra una niñita con sueño y anteojos.
El tiempo de los poetas menores está llegando. Adiós,
Whitman, Dickinson, Frost. Bienvenidos ustedes cuya fama nunca va a llegar más
allá de su círculo familiar más cercano, y quizá uno o dos amigos reunidos
después de la cena alrededor de una jarra de feroz vino tinto…mientras los
chicos se van a dormir y se quejan del ruido que estás haciendo al rebuscar en el
armario tus viejos poemas, con miedo de que tu esposa los haya tirado con la
última limpieza de primavera.
Está
nevando, dice alguien que echó una ojeada a la noche oscura y luego él también
se vuelve hacia vos mientras te preparás para leer, de una manera de algún modo
teatral y con la cara enrojeciéndose, el largo y desbordado poema de amor cuyos
últimos párrafos (desconocidos para vos) están irremediablemente perdidos.
Versiones de Tom Maver
del libro: The World Doesn't End
(1990)