(Ilford, UK, 1923; Seattle, EEUU, 1997)
Como amar a Chéjov
Amar a este hombre que está lejos
es como amar a Antón Chéjov.
Es verdad, yo amo a Antón Chéjov,
lo he amado desde mucho antes de
conocer a este hombre.
Amo todas las caras de Chéjov que
tengo en mi colección
de fotos que lo muestran en
diferentes años de su vida,
solo o con hermanos y hermanas,
con actores,
con Gorki,
con Tolstoi, con su esposa, con
sus indistinguibles
y atractivos perros; desde el
estudiante sin barba hasta el hombre
de anteojos, famoso y afligido.
No
tengo fotos
del hombre que amo.
Amo a Chéjov por haber viajado
solo
a la prisión de la isla sin que lo
llamaran.
Por escribir de los caldeados,
gélidos mares
alrededor de la isla y alrededor
de las vidas de su gente
que “parecían los sueños aterrados
de un pequeño niño que ha estado
leyendo
Lost in the Ocean Wastes
antes de irse a dormir y su
frazada cae
y se acurruca temblando
sin poder despertar.”
Por haber atesorado el feo tintero
que una pobre costurera
le dio agradeciéndole por su
trabajo de médico.
Si hay una vida después de ésta,
espero poder conocer ahí a Antón
Chéjov.
Amar
al hombre que amo
es como esto, porque está lejos,
y porque es escrupuloso y porque
seguramente
nada que diga puede aburrirme.
Pero también es distinto. Chéjov
había muerto
mucho antes de que yo naciera.
Este hombre está vivo.
Está vivo y no está acá.
Este hombre ha compartido mi cama,
nuestros cuerpos
tomaron calor del otro y dieron al
otro
placer, nuestros cuerpos
se están enojando con nosotros por
haberlos entregado al otro y luego
dejado que algo que no entienden
los haya separado, una metálica
y cruel cuña que ellos nos oyen
llamar
necesidad.
Suele parecer irreal amar
a un hombre que está tan lejos, o
que sólo es real para la mente,
la mente molestando al cuerpo.
Pero es real,
está vivo y no es en una vida
posterior
donde busco verlo
sino en este aquí y ahora, antes
de que yo sea un mes más vieja,
antes de que me salga otra cana.
Si me hace pensar en Chéjov no es
porque
me lo recuerde en lo más mínimo, sino
porque el dolor
de la distancia entre yo y el
hombre vivo que conozco y no conozco
me agarra con dolor y miedo, un
dolor y un miedo
parecidos al amor por los muertos
inalcanzables.
Versión de Tom Maver
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Like Loving Chekhov
Living this
man who is far away
is like
loving Anton Chekhov.
It is true,
I do love Anton Chekhov.
I have
loved him longer than I have known this man.
I love all
the faces of Chekhov in my collection
of photos
that show him in different years of his life,
alone, or
with brothers and sisters, with actors,
with Gorki,
with Tolstoi, with his wife, with his
undistinguished
endearing pet dogs; from beardless student to
pince-nez’d
famous and ailing man.
I have
no photo
of the man I love.
I love Chekhov for traveling alone
to the prison island without being asked.
For writing for the boiling, freezing, terrible
seas
around the island and around the lives of its
people
that they “resembled the scared dreams
of a small boy who’s been reading
Lost in the Ocean Wastes
before going to sleep, and whose blanket has
fallen off,
so he huddles shivering
and can’t wake up”.
For treasuring the ugly inkstand a penniless
seamstress
gave him in thanks for his doctoring.
If there’s an afterlife,
I hope to meet Anton Chekhov there.
Loving the
man I love
is like that, because he is far away,
and because he is scrupulous, and because
surely
nothing he says or does can bore me.
But it’s different too. Chekhov had died
long before I was born. This man is alive.
He is alive and not here.
This man has shared my bed, our bodies
have warmed each other and given each other
delight, our bodies
are getting angry with us for giving them to
each other and then
allowing something they don’t understand to
pry them apart,
a
metallic
cruel wedge that they hear us call
necessity.
Often it seems unreal to love
a man who is far away, or only real to the
mind,
the mind teasing the body. But it’s real,
he’s alive, and it’s not in the afterlife
I’m looking to see him,
but in this here and now, before I’m a month
older,
before one more gray hair has grown on my head.
If he makes me think about Chekhov it’s not
because
he resembles him in the least but because the
ache
of distance between me and a living man I know
and don’t know
grips me with pain and fear, a pain and fear
familiar in the love of the unreachable dead.
from Poems 1972-1982, New Directions
Publishing, New York, 2001.