[fragmento de Las Olas, de Virginia Woolf]
“Está
muerto”, dijo Neville. “Se cayó. Su caballo se tropezó. Salió lanzado. Las
aspas del mundo torcieron su rumbo y me dieron en la cabeza. Todo terminó. Las
luces del mundo se apagaron. Ahí está el árbol que me impide pasar.
“Oh, ¡abollar este telegrama con mis
dedos – dejar que la luz del mundo regrese a su origen – decir que esto no
pasó! ¿Y para qué girar la cabeza de un lado para el otro? Ésta es la verdad.
Éstos son los hechos. Su caballo dio un traspié; él fue lanzado. Los árboles
que pasaban y los rieles blancos se perdieron como una lluvia. Hubo una oleada;
un tamborileo en sus orejas. Después, el golpe; el mundo estalló; respiró con
pesadez. Murió donde cayó.
“Los graneros y los días de verano
en el campo, los cuartos donde nos sentamos – ahora quedaron en el mundo irreal
que ya no existe. Cortaron mi pasado. Vinieron corriendo. Lo llevaron a un
pabellón, hombres con botas para andar a caballo, hombres con viseras; entre
hombres desconocidos murió. La soledad y el silencio muchas veces lo rodearon.
Muchas veces me dejó. Y después, viéndolo volver, yo decía: ‘¡Miren cómo
viene!’
Las mujeres pasan arrastrando los
pies como si no hubiera un abismo en la calle o un árbol con hojas resecas que
no podemos pasar. Entonces merecemos tropezarnos con los montículos de tierra.
Somos infinitamente abyectos, arrastrando los pies con nuestros ojos cerrados.
¿Pero por qué debería rendirme? ¿Por qué tratar de levantar mi pie y subir las
escaleras? Acá es donde estoy; acá, con el telegrama. El pasado, los días de
verano y los cuartos donde nos sentamos se pierden en la corriente como papel
quemado. ¿Para qué reunirse y volver a empezar? ¿Para qué hablar y
comer e inventar otras combinaciones con otra gente? Desde este momento estoy
solo. Nadie me va a reconocer ahora. Tengo tres cartas, “Estoy por jugar quoits con un coronel, así que paro”,
así él termina nuestra amistad, abriéndose paso entre la gente con un saludo.
Esta farsa no merece más celebraciones formales. Sin embargo si alguien hubiera
dicho aunque sea: “Esperá”; o hubiera puesto la correa tres agujeros más acá –
hubiera hecho justicia por cincuenta años, se hubiera sentado en la Corte y cabalgado solo al
frente de las tropas y denunciado tiranías monstruosas y vuelto con nosotros.
Ahora yo digo que hay una mueca, un
subterfugio. Hay algo burlándose detrás de nuestras espaldas. Ese chico perdió
pie al subirse al micro. Percival cayó; murió; está enterrado; y yo veo gente
pasar, que se agarra fuerte de los pasamanos de los colectivos, determinados a
salvar sus vidas.
No voy a levantar mi pie para subir
la escalera. Voy a pararme debajo del árbol por un momento; solo con el hombre
cuya garganta está cortada, mientras abajo el cocinero da las malas noticias.
No voy a subir las escaleras. Estamos condenados, cada uno de nosotros. Las
mujeres pasan con bolsas de supermercado. La gente sigue pasando. Sin embargo no
vas a destruirme. Por este momento, este solo momento, estamos juntos. Te
aprieto junto a mí. Vení, dolor, alimentate de mí. Enterrá tus colmillos en mi
carne. Cortame en pedazos. Sollozo, sollozo.”
“Tal es la incomprensible
combinación”, dijo Bernard, “tal es la complejidad de las cosas, que mientras estoy
bajando las escaleras no sé cuál es la pena y cuál la alegría. Nació mi hijo;
Percival está muerto. Me sostienen pilares, emociones crudas a cada lado, ¿pero
cuál es la pena, cuál, la alegría? Pregunto y no sé, sólo que necesito silencio
y estar solo y salir y guardar nuestras horas para considerar qué pasó con mi
mundo, qué hizo la muerte con mi mundo.
Éste es el mundo que Percival ya no
ve más. Déjenme ver. El carnicero hace una entrega a un vecino; dos ancianos
dan tropiezos en la calle; los gorriones se posan. Entonces la máquina
funciona; noto el ritmo, la vibración, pero como de una cosa de la que no formo
parte, ya que él no la ve más. (Está acostado, pálido y vendado en algún
cuarto). Ahora entonces es mi oportunidad para encontrar qué es de mayor
importancia y debo tener cuidado, y no mentir. Yo sentía que él estaba sentado
en el centro de mis sentimientos. Ahora no voy más a ese sitio. El lugar está
vacío.
Oh, sí, les puedo asegurar, hombres
con sombreros y mujeres que llevan bolsas, que han perdido algo que hubiera
sido muy valioso para ustedes. Han perdido un líder a quien hubieran seguido; y
uno de ustedes ha perdido felicidad e hijos. Está muerto quien les hubiera dado
eso. Está tirado en una cama de campaña, vendado, en cierto ardiente hospital
de la India
mientras alguien en cuclillas lo abanica.
Nota del
T.: Las notas del traductor suelen ser precisiones. Yo prefiero las
digresiones.
Vuelvo a ver esta versión de “Wild Horses”. Me dejo envolver
por la electricidad que genera el jugueteo de las miradas de Alicia Keys y Adam
Levine. Imagino vagamente una historia sugerida por esos gestos que van de uno
a otro mientras la música crece en el medio. Vuelvo a pensar en los efectos que
tiene la muerte de Percival en Neville y Bernard, en cómo hablan solos. Y sólo
por un segundo se me ocurre que traducir es un poco como extrañar, quiero
decir: un trabajo a partir de la ausencia del otro al mismo tiempo que implica hacerlo
presente. Extrañar: un modo de recordar, de traer algo al presente, que no necesariamente implica la nostalgia.
A lo mejor es sólo eso: sentirse un poco extraño por la ausencia de alguien, o por
el avance del tiempo. En mi caso, yo tengo la suerte de traducir sólo aquello
que me gusta. Si no me apasiona de alguna manera, lo dejo.
Con esta novela en particular tuve una relación intensa. La
leí dos veces en diferentes ediciones, traduje en su momento pasajes sueltos,
leí de los diarios de Virginia Woolf los años en que trabajó en ella, traduje
las partes más iluminadoras, incluso una vez escribí un poema inventando una
nueva entrada de su diario, soñando que yo era ella. Y hoy, mientras escuchaba
este tema de fondo, traduje este pasaje, electrizado. En cierta medida, yo
vengo espiando a Virginia Woolf hace unos años, leyendo sus novelas, sus
diarios, alguna carta, biografías. Me asomo, curioso, a ver qué hacía cuando se
desalentaba o recibía una hermosa devolución, cuántas veces reescribió Las olas, qué pensaba de su propia
escritura, cómo hablaba de ella misma. Y me sonrío, la vuelvo a mirar de reojo.
Hay algo intenso en la traducción, pero de una intensidad distanciada, como una
unión dispersa o un acercamiento alejado. Algo como recordar. El traductor es
una figura que está y no está. Yo creo que para el traductor el escritor que está
traduciendo también está y no está. Pensando en esta suerte de titilación y
viendo el video, creo que hay algo erótico, seductor, un juego de atracciones
que está presente en el impulso por traducir.
Como Alicia y Adam, Virginia y yo tenemos instrumentos no
tan diferentes pero que suenan distinto. Yo trato de seguirle el ritmo en
castellano, intentando sonar lo más parecido que pueda a ella sin olvidar su
idioma, su sociedad, su género. Y me pregunto cómo será que entra en nuestro
idioma este pasaje en inglés, cómo cambian las tradiciones a partir de las
traducciones, mientras veo la llegada de los caballos salvajes y me relaciono
con una literatura que me hace extrañar, quiero decir: pensar con extrañeza en mi origen.