1.7.12

Truman Capote - Prefacio de Música para camaleones





Extracto 
del Prefacio 
de Música para camaleones

Mi vida –como artista por lo menos- puede ser graficada con la misma precisión que una fiebre: las subidas y bajadas, los ciclos bien definidos.
Empecé a escribir a los ocho años – de la nada, sin ningún ejemplo que me inspirara. No había conocido a nadie que escribiera; en verdad conocía bastante poca que leyera. Pero el hecho fue que las únicas cuatro cosas que me interesaban eran: leer libros, ir al cine, el tap y dibujar. Después un día empecé a escribir sin saber que me encadenaba de por vida a un noble pero impiadoso amo. Cuando Dios te da un regalo también te entrega un látigo, y la sola función de ese látigo es la autoflagelación.
Pero, desde luego, yo no sabía eso. Escribía historias de aventuras, de asesinatos misteriosos, obritas de comedia, cuentos que me habían contado esclavos que ya no lo eran y veteranos de la Guerra Civil. Fue muy divertido – al principio. Dejó de ser divertido cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal y después hice un descubrimiento aún más alarmante: la diferencia entre algo muy bien escrito y el verdadero arte. Es sutil pero salvaje. Y después de eso, ¡caía el látigo!
Como cierta gente joven practica el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, así yo jugaba con mis papeles y lapiceras. Sin embargo, nunca discutí mi escritura con nadie; si alguien me preguntaba qué hacía todas esas horas, les decía que la tarea del colegio. Mis tareas literarias me mantenían completamente ocupado: mi aprendizaje en el altar de la técnica, oficio; las endemoniadas complejidades de armar párrafos, puntuar, colocar los diálogos. Sin mencionar el diseño general, siendo el más demandante el de nudo-comienzo-final. Uno tenía que aprender tanto y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, la pintura y de la sencilla observación cotidiana.
De hecho, lo más interesante de lo que escribía en esos días eran las sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones textuales de conversaciones oídas al pasar. Chismes locales. Una suerte de informes, un estilo de “ver” y “oír” que luego me influenciaría seriamente, a pesar de no saberlo entonces, porque toda mi escritura “formal”, las cosas que pulía y tipiaba, eran más o menos ficcionales.
Para cuando cumplí diecisiete ya era un escritor. De haber sido un pianista, hubiera sido el momento de mi primer concierto público. Así, decidí que estaba listo para publicar. Envié cuentos a los principales revistas literarias como también a revistas nacionales que, en aquel tiempo, publicaban la mejor ficción llamada “de calidad” – Store, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly – y cuentos míos aparecieron debidamente en esas publicaciones.
Después, en 1948, publiqué una novela: Other Voices, Other Rooms. Fue bien recibida por la crítica y se convirtió en un best-seller. También fue, debido a una exótica foto del autor en la solapa, el inicio de una cierta notoriedad que se mantuvo cerca mío por todos estos años. Otros desestimaron el libro como si fuera el fruto monstruoso de un accidente: “Increíble que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Increíble? ¡Sólo estuve escribiendo día y noche durante catorce años! De todas maneras, la novela fue una conclusión satisfactoria para mi primer ciclo de desarrollo.
[...]




Nota del T.: Mi primer ciclo de desarrollo: ¿quién sabe cuándo habrá empezado? Hago memoria y trato de pensar cuándo empecé a escribir. Sé que es dato importante para algunos escritores y que se han inventado historias geniales acerca de ese lejano origen. Pero en mi caso, yo empecé a escribir en la primaria, como todos, jugando con el alfabeto, cortando pedacitos de papel glacé y pegándolos sobre la letra “A” dibujada previamente con lápiz y dificultad. Después habrán venido los dictados. Yo escuchaba a la maestra con una mezcla de miedo y fascinación como, supongo yo, los escritores escuchan a la Musa. Lo que pasa es que yo tengo una suerte de atención atontada, y me perdía con facilidad y me ponía a mirar por la ventana y tomaba nota de otras cosas. Estar inspirado es algo así para mí. Escuchar algo, pero escribir otra cosa. Algo más cercano al desvío que a la puntería. Me acuerdo que en la secundaria, una profesora a quien yo me estaba animando a contarle mis intereses literarios, cosa que yo siempre cargaba como un secreto, me dijo con una media sonrisa: “Y decime, ¿vos escuchás voces cuando escribís?”. No sé si estoy del todo de acuerdo con Truman Capote: no creo que sea sólo para autoflagelarse ese látigo, creo que también sirve para asustar a los imbéciles.

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