XXIII
Como un
imperfecto actor en el escenario
que a causa
de su miedo se sale de su papel,
o como un
odio tan repleto de furia
que su inmensa
fuerza debilita su propio corazón,
así yo, temiendo
confiar, olvido los pasos
de la perfecta
ceremonia del amor que me lleva,
y con el
propio poder de mi amor parezco hundirme,
sobrecargado
con el peso que la fuerza de mi amor tiene.
Oh, dejen
que mis libros sean entonces los elocuentes,
los adormecidos
ventrílocuos de las palabras de mi pecho,
los que
supliquen por amor y busquen una recompensa
mayor de la
que esa lengua jamás sería capaz de expresar.
Oh, hay que
aprender a leer lo que el amor escribe en silencio:
sólo la
fina inteligencia del amor puede oír con los ojos.
Corto el teléfono. Me tapo con las sábanas y me quedo
mirando el techo. Hacía años que no hablábamos por teléfono y hacía dos desde
la última vez que vino a la
Argentina. Su voz aniñada me enternece, me recuerda
intensamente partes de mi pasado pero a la vez me choca lo que me cuenta con
esa voz, me estremece que me hable de su Universidad, de los problemas con sus
directoras de tesis, de las peleas, de que el día anterior a venir estuvo
vomitando de los nervios. Cierro los ojos y trato de imaginar su vida, esas cosas por las que está pasando y
que apenas unas pocas palabras bastan para que mi imaginación se dispare. Y
recuerdo por un instante una película que vimos juntos muchos años atrás: Hable
con ella, de Almodóvar. Estábamos los dos con lápiz y papel queriendo escribir
notas para un posible trabajo, pero en algún momento dejamos las cosas y nos
sumergimos en la película. En cierta manera me siento como la torera que no
deja de mirar a Marco que llora emocionado, ensimismado, apoyado en una
columna, al escuchar a Caetano Veloso cantar “Cucurrucucu paloma”. Sí, siento
como si hubiera una cámara que muestra primero algunos personajes secundarios y
que luego se queda con ella, la muestra diciéndose a sí misma que siente
vértigo, que no está segura de cómo va a salir todo, que le cuesta dormir, y
luego me muestra a mí mirándola a ella, tratando de seguir sus pensamientos, de leer con los ojos su silencio, mientras que de fondo se oye a Caetano cantar: “Dicen que por las noches nomás
se le iba en puro llorar/ Ay ay ay paloma, no llores/ Las piedras: ¿qué van a
saber de amores?”
XXIII
As an
unperfect actor on the stage,
who with
his fear is put besides his part,
or some
fierce thing replete with too much rage,
whose
strength’s abundance weakens his own heart,
so I, for
fear of trust, forget to say
the perfect
ceremony of love’s right,
and in mine
own love’s strength seem to decay,
o’vercharged
with burden of mine own love’s might.
O, let my
books be then the eloquence
and dumb
presagers of my speaking breast,
who plead
for love and look for recompense
more than
that tongue that more hath more expressed.
O, learn to
read what silent love hath writ:
to hear
with eyes belongs to love’s fine wit.