20.10.13

Sylvia Plath - Diarios




Sylvia Plath – Diarios  

Verano de 1951 - Swampscott

Tirada boca abajo con la panza sobre la lisa roca caliente, dejé mi brazo colgando a un costado, mi mano acariciaba los contornos de la piedra calentada por el sol y sentí sus suaves ondulaciones. Estaba tan caliente la roca, con un calor tan duradero y confortable, que sentí que podía ser un cuerpo humano. Quemándome a través del material de mi traje de baño, el enorme calor irradiaba a través de mi cuerpo y mis pechos me dolían contra la dura y lisa piedra. Un viento, salado y húmedo, sopló y me mojó el pelo; a través de su gran masa destellante  pude ver el azul parpadeo del océano. El sol se me filtraba por cada poro, saciando cada chillona fibra y llevándolas hacia una resplandeciente paz dorada. Estirándome sobre la piedra, con el cuerpo tenso, luego relajado, en el altar, sentí que estaba siendo violada deliciosamente por el sol, llenada completamente por el calor del dios impersonal y colosal de la naturaleza. Cálido y perverso era el cuerpo de mi amor debajo mío, y la sensación de su carne tallada era como ninguna otra – ni suave, ni maleable, ni húmeda de transpiración, sino seca, dura, suave, limpia y pura. Alta, blanca como un hueso, el mar me había lavado, el sol me había purificado, bautizado, secado y dejado fresca. Como algas quebradizas, agudas, con fuerte olor – como piedras, redondas, curvas, ovaladas, limpias – como el viento, áspero y salado – como todo esto era el cuerpo de mi amor. Un orgiástico sacrificio en el altar de piedra y sol, y me levanté luego de siglos de amor, limpia y saciada de haber consumido el fuego de su casual deseo sin tiempo.
Y esto es lo que pasa cuando me inclino por las alegorías, comparaciones y metáforas, de pronto encuentro un vehículo para expresar unos pocos de los tantos pensamientos inquietantes que tengo conmigo desde ayer... describir la sensación que tuve hacia una parte anónima de la costa de Massachusetts. Por más simple que parezca esta tarea, quería esperar para hacerla hasta que pudiera hacerle justicia porque forma el centro de mi filosofía de pensamiento y acción en constante desarrollo.
En una relativamente poco frecuentada y pedrosa playa hay una gran roca que sobresale sobre el mar. Luego de una subida, un ascenso por una serie de escalones, se llega a un estante natural donde una persona puede estirarse cómodamente y mirar las mareas debajo subir y bajar, o ver, más allá de la bahía, los barcos iluminados, luego ensombrecidos, luego iluminados, mientras siguen su curso cerca del horizonte. El sol quemó estas piedras y la enorme y continua bajada y subida de las mareas desmoronó las rocas, magullándolas, desgastándolas hasta convertirlas en estas suaves piedras ardidas en la playa, que se agitan y mueven debajo de los pies cuando una camina encima de ellas. Una serena sensación de la lenta inevitabilidad de los cambios graduales en la corteza de la tierra me cubre. Un amor me consume, no de un dios, sino de la limpia e inquebrable sensación de que las rocas que no tienen nombre, las olas que no tienen nombre, el pasto irregular que no tiene nombre, están todos definidos momentáneamente por la conciencia del ser que los observa. Con el sol haciendo arder la piedra y la carne, y con el viento ondeando el pasto y mi pelo, hay un estado de alerta que la inmensa y ciega conciencia impersonal y las fuerzas neutras van a superar, y viene la noción de que el frágil, milagrosamente enhebrado organismo que les da un sentido, va a pasear un rato, dudar, fallar y descomponerse al fin en el suelo anónimo, sin voz, sin rostro ni identidad.
De esta experiencia yo salí entera y limpia, mordida hasta el hueso por el sol, purificada por la gélida agudeza del agua salada, seca y blanqueada por la suave tranquilidad que viene de estar entre las cosas primarias.
De esta experiencia también surge una fe de volver otra vez a un mundo humano de pequeñas lujurias y mezquindades engañosas. Una fe ingenua y chiquilina quizá, nacida así, de la infinita simplicidad de la naturaleza. Es un sentimiento que no importa cuáles sean las ideas o conductas de los otros, hay una única idoneidad y belleza en la vida que puede ser compartida abiertamente, en el viento y el sol, con otro humano que crea en los mismos principios básicos.
Sin embargo, cuando esta creencia implícita la compartimos con otra persona, es demoledor darse cuenta que una parte de lo que para vos era una rica, intrincada y completa concepción de la vida, ha sido desechada descuidadamente, con ligereza –entonces un estupefacto e inarticulado atontamiento paraliza las palabras sólo para dar lugar luego a una profunda herida.



Versión de Tom Maver


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