Sylvia Plath – Diarios
Verano de 1951 - Swampscott
Tirada boca abajo con la panza sobre
la lisa roca caliente, dejé mi brazo colgando a un costado, mi mano acariciaba
los contornos de la piedra calentada por el sol y sentí sus suaves
ondulaciones. Estaba tan caliente la roca, con un calor tan duradero y
confortable, que sentí que podía ser un cuerpo humano. Quemándome a través del
material de mi traje de baño, el enorme calor irradiaba a través de mi cuerpo y
mis pechos me dolían contra la dura y lisa piedra. Un viento, salado y húmedo,
sopló y me mojó el pelo; a través de su gran masa destellante pude ver el azul parpadeo del océano. El sol
se me filtraba por cada poro, saciando cada chillona fibra y llevándolas hacia
una resplandeciente paz dorada. Estirándome sobre la piedra, con el cuerpo
tenso, luego relajado, en el altar, sentí que estaba siendo violada
deliciosamente por el sol, llenada completamente por el calor del dios
impersonal y colosal de la naturaleza. Cálido y perverso era el cuerpo de mi amor
debajo mío, y la sensación de su carne tallada era como ninguna otra – ni
suave, ni maleable, ni húmeda de transpiración, sino seca, dura, suave, limpia
y pura. Alta, blanca como un hueso, el mar me había lavado, el sol me había
purificado, bautizado, secado y dejado fresca. Como algas quebradizas, agudas,
con fuerte olor – como piedras, redondas, curvas, ovaladas, limpias – como el
viento, áspero y salado – como todo esto era el cuerpo de mi amor. Un
orgiástico sacrificio en el altar de piedra y sol, y me levanté luego de siglos
de amor, limpia y saciada de haber consumido el fuego de su casual deseo sin
tiempo.
Y esto es lo que pasa cuando me
inclino por las alegorías, comparaciones y metáforas, de pronto encuentro un
vehículo para expresar unos pocos de los tantos pensamientos inquietantes que
tengo conmigo desde ayer... describir la sensación que tuve hacia una parte
anónima de la costa de Massachusetts. Por más simple que parezca esta tarea,
quería esperar para hacerla hasta que pudiera hacerle justicia porque forma el
centro de mi filosofía de pensamiento y acción en constante desarrollo.
En una relativamente poco
frecuentada y pedrosa playa hay una gran roca que sobresale sobre el mar. Luego
de una subida, un ascenso por una serie de escalones, se llega a un estante
natural donde una persona puede estirarse cómodamente y mirar las mareas debajo
subir y bajar, o ver, más allá de la bahía, los barcos iluminados, luego
ensombrecidos, luego iluminados, mientras siguen su curso cerca del horizonte.
El sol quemó estas piedras y la enorme y continua bajada y subida de las mareas
desmoronó las rocas, magullándolas, desgastándolas hasta convertirlas en estas
suaves piedras ardidas en la playa, que se agitan y mueven debajo de los pies
cuando una camina encima de ellas. Una serena sensación de la lenta
inevitabilidad de los cambios graduales en la corteza de la tierra me cubre. Un
amor me consume, no de un dios, sino de la limpia e inquebrable sensación de
que las rocas que no tienen nombre, las olas que no tienen nombre, el pasto
irregular que no tiene nombre, están todos definidos momentáneamente por la
conciencia del ser que los observa. Con el sol haciendo arder la piedra y la
carne, y con el viento ondeando el pasto y mi pelo, hay un estado de alerta que
la inmensa y ciega conciencia impersonal y las fuerzas neutras van a superar, y viene la noción de que el frágil, milagrosamente enhebrado organismo que les da un sentido, va a
pasear un rato, dudar, fallar y descomponerse al fin en el suelo anónimo, sin
voz, sin rostro ni identidad.
De esta experiencia yo salí entera y
limpia, mordida hasta el hueso por el sol, purificada por la gélida agudeza del
agua salada, seca y blanqueada por la suave tranquilidad que viene de estar
entre las cosas primarias.
De esta experiencia también surge
una fe de volver otra vez a un mundo humano de pequeñas lujurias y mezquindades
engañosas. Una fe ingenua y chiquilina quizá, nacida así, de la infinita
simplicidad de la naturaleza. Es un sentimiento que no importa cuáles sean las ideas
o conductas de los otros, hay una única idoneidad y belleza en la vida que
puede ser compartida abiertamente, en el viento y el sol, con otro humano que
crea en los mismos principios básicos.
Sin embargo, cuando esta creencia
implícita la compartimos con otra persona, es demoledor darse cuenta que una
parte de lo que para vos era una rica, intrincada y completa concepción de la
vida, ha sido desechada descuidadamente, con ligereza –entonces un estupefacto
e inarticulado atontamiento paraliza las palabras sólo para dar lugar luego a
una profunda herida.
Versión de Tom Maver