Jack
Kerouac – Un fragmento de En el camino (novela de 1955)
Yo
pensé que toda la tierra salvaje de Estados Unidos estaba en el oeste hasta que
el fantasma del río Susquehanna me probó lo contrario. No, hay naturaleza en el
este; es la misma naturaleza que Ben Franklin recorrió lentamente en los días
de las carretas cuando era jefe de correos, la misma de cuando George
Washington combatía indios, de cuando Daniel Boone contaba historias a luz de una
lámpara en Pensilvania y prometía encontrar el Desfiladero, de cuando Bradford
construyó su ruta y los hombres festejaron en sus cabañas de madera. No había
grandes espacios en Arizona para el hombre pequeño, sólo la naturaleza de
matorrales del este de Pensilvania, Maryland y Virginia, las rutas secundarias,
las rutas de brea que se curvan entre los ríos tristes como el Susquehanna, el
viejo Potomac y Monocacy.
Esa
noche en Harrisburg tuve que dormir en un banco de la estación de trenes; al
amanecer los guardas de la estación me echaron. ¿No es verdad que empezás tu
vida siendo un dulce niño creyendo en todo lo que está bajo el techo de tu
padre? Después llega el día de los laodiceos, cuando te das cuenta que sos
desgraciado y miserable y estás pobre y ciego y desnudo, y con la cara de un
horripilante fantasma afligido te vas temblando por una vida de pesadilla. Salí
de la estación a los tropiezos, ojeroso; no tenía más control. Todo lo que
podía ver de la mañana era una blancura como la blancura de la tumba. Me moría
de hambre. Todo lo que me quedaba de calorías eran unas gotas para la tos que
había comprado en Shelton, Nebraska, meses atrás; las bebí por su azúcar. No
sabía cómo mendigar. Salí a los tropiezos del pueblo con fuerza apenas para
alcanzar los límites de la ciudad. Sabía que me iban a arrestar si me quedaba
otra noche en Harrisburg. ¡Maldita ciudad! El viaje que conseguí fue con un flacucho y demacrado hombre
que creía en la inanición controlada por el bien de la salud. Cuando le dije
que yo estaba muriéndome de hambre mientras íbamos hacia el este, me dijo:
“Bien, bien, no hay nada mejor para vos. Yo mismo no como desde hace tres días.
Voy a vivir hasta los ciento cincuenta años”. Era una bolsa de huesos, un
muñeco blando, un palo partido, un maníaco. Podría haber logrado un viaje con un gordo rico que me dijera: “Paremos en este restaurante y comamos rodajas de cerdo y
arvejas”. No, tenía que ligar esa mañana un viaje con un maníaco que creía en
la inanición controlada por el bien de la salud. Después de doscientos
kilómetros se fue poniendo indulgente y sacó sándwiches de pan y manteca del
baúl. Estaban escondidos entre sus muestras de vendedor. Estaba vendiendo
elementos fijos para plomería por Pensilvania. Devoré el pan con manteca. De
pronto me empecé a reír. Estaba solo en el auto, esperando mientras él hacía
llamados de trabajo en Allentown, y yo me reía y reía. Dios mío, qué cansado y
harto estaba de la vida. Pero el loco me llevó a casa en Nueva York.
De
repente me encontré en Times Square. Había viajado casi trece mil kilómetros
alrededor de Estados Unidos y estaba de vuelta en Times Square; y justo en
medio de la hora pico también, viendo con mis inocentes ojos de ruta la
completa locura y el hurra fantástico de Nueva York con sus millones y millones
empujándose entre sí detrás de un mango, el sueño enloquecido – tomar, agarrar, dar,
suspirar, morir, sólo para que pudieran ser enterrados en esos horribles
cementerios más allá de Long Island.
Versión de Tom Maver
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