16.8.15

Charles Simic - El mundo no termina




Mi madre era una trenza de humo negro.
Me cargaba envuelto sobre las ciudades incendiadas.
El cielo era un lugar vasto y ventoso para que jugara un chico.
Encontramos a muchos otros que eran tal y como nosotros. Estaban tratando de ponerse los sobretodos con brazos hechos de humo.
El alto cielo está lleno de encogidas orejas sordas en vez de estrellas.



Los gitanos me robaron. Mis padres me robaron de vuelta. Luego los gitanos me volvieron a robar. Esto siguió así por un tiempo. Un minuto estaba en la caravana mamando de la oscura teta de mi nueva madre, al siguiente estaba sentado a la larga mesa del comedor tomando mi desayuno con una cuchara de plata.
Fue el primer día de primavera. Uno de mis padres estaba cantando en la ducha; el otro, pintando un gorrión vivo con los colores de un pájaro tropical.



Soy el último soldado napoleónico. Son casi doscientos años después y sigo en retirada de Moscú. El camino está bordeado de abedules y el barro me llega hasta las rodillas. La mujer de un solo ojo quiere venderme una gallina y yo ni siquiera tengo ropa puesta.
Los alemanes van hacia un lado; yo voy hacia el otro. Los rusos van todavía por otro lado y saludan con los brazos despidiéndose. Yo tengo un sable ceremonial. Lo uso para cortarme el pelo, que tiene 4 metros de largo.



La piedra es un espejo que funciona pobremente. Nada en él salvo penumbra. ¿Tu penumbra o su penumbra, quién lo puede decir? En la quietud tu corazón suena como un grillo negro.



Amantes de eternas desilusiones con su colección de viejas estampillas, ¡estoy llegando! ¡Estoy llegando! Me quieren mostrar una estación de tren con su reloj parado a las cinco y cinco. No podemos ver dentro de las boleterías por la suciedad. Ni siquiera sabemos si hay un tren esperando en la plataforma, mucho menos si la mujer de negro se está apurando al cruzar la puerta principal. No hay nadie a la vista, de modo que debe ser una estación silenciosa. Algún pueblito tan borrado por el tiempo que tiene una sola viuda con velo, y que ahora también se está yendo con su secreto.



Mi ángel guardián le tiene miedo a la oscuridad. Pretende que no, me manda primero, me dice que ya viene. Al poco tiempo no puedo ver nada. “Éste debe ser el rincón más oscuro del cielo”, alguien susurra a mis espaldas. Resulta que su ángel guardián también falta. “Es una locura”, le digo. “Pequeños cobardes sucios, que nos dejan solos”. Y por supuesto, por lo que sabemos, uno de nosotros podría ser un hombre viejo en su lecho de muerte y la otra una niñita con sueño y anteojos.



El tiempo de los poetas menores está llegando. Adiós, Whitman, Dickinson, Frost. Bienvenidos ustedes cuya fama nunca va a llegar más allá de su círculo familiar más cercano, y quizá uno o dos amigos reunidos después de la cena alrededor de una jarra de feroz vino tinto…mientras los chicos se van a dormir y se quejan del ruido que estás haciendo al rebuscar en el armario tus viejos poemas, con miedo de que tu esposa los haya tirado con la última limpieza de primavera.
            Está nevando, dice alguien que echó una ojeada a la noche oscura y luego él también se vuelve hacia vos mientras te preparás para leer, de una manera de algún modo teatral y con la cara enrojeciéndose, el largo y desbordado poema de amor cuyos últimos párrafos (desconocidos para vos) están irremediablemente perdidos.



Versiones de Tom Maver

del libro: The World Doesn't End 
(1990) 

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