La Nada Tan Vital
Se dijeron buena suerte
Solo el tiempo puede hilar
Uno siempre llama muerte
A la vida sin disfraz
Uno siempre llama suerte
Al silencio en la ciudad
Dijo espero recordarte
Nada tiene esto de mal
Ojos nulos, ojos puente
Ojos plena vanidad
Uno siempre llama urgentes
A los gritos de altamar
Se buscaron sin pensarse
Se pensaron sin hablar
Y juntaron los instantes
Sin poder casi llorar
Se tocaron hasta hartarse
Cada parte en soledad
Postergaron las señales
Del calor de la ciudad
No es buen puerto compañero
Ese el de la soledad
Uno siempre espera siempre
Dejar solo de esperar,
Y una lluvia permanente
Tiñe toda irrealidad
Esta historia no es reciente
Llevan siglos sin hablar
Y caminan por las calles
Como si algo va a pasar
Pero siguen, siguen muertos
Digo, vivos sin verdad
Y se encuentran en los puertos
De la nada tan vital.
Nota del
T.: Mis amigos tienen sueño. Al llegar al aula nos miramos desde un
fondo lagañoso, nos hacemos una seña mínima de reconocimiento y caemos
pesadamente en los bancos. Tenemos alrededor de quince años y nos rodean las
paredes grises de la secundaria a donde caímos como paracaidistas en un país
remoto a explorar. El clima opresivo de ese lugar nos predispone para otra
cosa. Fabio hace un comentario en el recreo acerca de
"Hable con ella", la película de Almodóvar; Lautaro me pasa la
discografía de Spinetta que consiguió en parque Rivadavia; Federico abre su
campera y saca de ella un disco y me dice, escuchá esto: Emerson Lake &
Palmer; Irene, la profesora de literatura deja sobre mi banco, sin decirme
nada, un libro: "Consolaciones de la filosofía", un día después de
verme entrecerrar los ojos frente a "Así habló Zarathustra"; Leo me
pasa "Todos los fuegos el fuego" con un leve temblor en los párpados;
a la salida alguien me pregunta si escuché algo de Coltrane, de Brahms. Una vez
en su casa Geri me confiesa que no está muy seguro de haber entendido lo que
leímos de Pizarnik. Los ojos jóvenes de mis amigos brillan como si tuvieran
hambre, un vacío que llenar en muy poco tiempo. Y en ese poco tiempo y entre
mis amigos, está Alan, componiendo sus canciones.
Siempre
creí que fueron ellos, mis amigos de la secundaria, quienes hicieron que yo
siguiera este camino de libros y música. Lo absorbíamos todo, lo comentábamos
todo, les faltamos el respeto a los grandes, fuimos insolentes y a cada semana
descubríamos algo nuevo que nos cambiaba la manera de ver las cosas: Herbie
Hancock, Faulkner, el Polaco Goyeneche, Alturas de Machu Picchu, Weather Report
y lo último de La
Bersuit. Era ese mundo anterior a las librerías y a las
disquerías, era rebuscar lo que uno tenía en su casa, lo que de alguna manera
iba encontrando por ahí. Uno primero iba conociendo lo que el otro traía. Había
un afán por conocer y dar a conocer. Y en eso aparecía Alan con la guitarra y
decía: les quiero hacer conocer un tema que hice el otro día. Y nos callábamos
y poníamos, supongo, la misma cara que al leer la prosa de Cortázar: abríamos
mucho los ojos, nos ensimismábamos y después nos volvíamos a mirar otra vez en
este mundo.
Ahora me
doy cuenta de es la primera vez que leo la letra del tema. Que todas las veces que
la escuché, me la cantó Alan y ahora, leyendo esta trascripción, la noto
enrarecida sin la melodía, me cuesta más leerla, un poco como si quisiera
imaginar mi adolescencia sin la presencia de estos chicos, de estas lecturas.
Admirar a un amigo, a alguien que
está tan cerca de uno, no es algo que le pase a mucha gente, supongo. Y menos:
que lo que hace un amigo que conocemos hace años nos conmueva. Recuerdo de
pronto una reflexión que aparece en Abaddón el Exterminador, la novela de
Sabato –uno de esos autores típicos que se leen en la secundaria-: “Pero ese
amigo o conocido –qué palabra más falaz!- está demasiado cerca para juzgarte,
se siente inclinado a pensar que porque comés como él es tu igual”, se lee en
la novela. Pero lo que yo aprendí es justamente eso: que siempre están cerca,
dando vueltas por ahí, son amigos nuestros, amigos de amigos, parientes de
alguien, hacen lo mismo que todos, trabajan de algo que no les gusta, que
necesitan comer y hacer lo suyo, hacer, hacer. Invisibles a su manera y
vistosos de otra manera. Alienados y únicos. Sufrientes y alegres como ninguno.
Una vez pensé justamente eso mientras
estaba caminando por la calle tarareando uno de sus temas: yo sé qué hace Alan,
conozco su familia, vi su cuarto, sus cuadernos, sé por cuántas cosas tuvo que
pasar para poder hacer un disco, y sin embargo ahí estaba yo, tarareando un
tema de alguien que conozco hace años y que de pronto era un desconocido,
alguien a quien podía volver a conocer a través de sus canciones. Y pienso:
conocerlo tanto y que me pueda sorprender así, es un privilegio para ambos.
Mientras escribo esta nota, no
puedo dejar de imaginar que mientras Nancy empezaba a enseñarnos límite y
derivadas, Alan estaba tarareando mentalmente la melodía de esta canción, empezando
a garabatear en los márgenes de su cuaderno anillado: “No es buen puerto/ ese
el de la soledad/Uno siempre espera siempre/ dejar sólo de esperar”.