El pescador
El pescador
tira sus redes.
De noche,
cuando come,
se sienta
solo.
Su plato es
redondo como la luna,
pone una
vela en su mesa.
Corta el
pescado con el cuchillo y el tenedor
sacándole
la piel como si estuviera en la cama, destapándolo.
Suele
levantarse antes de que el sol salga
porque los
peces no duermen mucho.
Algunas de
esas noches
en que
estuvo tomando mucho,
va a la
escollera y les lee a los peces.
Les lee
poemas,
poemas que
están en libros,
poemas
sobre la condición humana,
sobre los
músculos que, dentro suyo,
cuestionan y tiemblan y se estremecen y duermen.
Con la
botella en una mano, el libro en la otra,
los libros
agarrándose de los poemas
como si
fueran madres con miedo
de dejar
que sus hijos salgan
al suave miedo
de la noche eléctrica,
y como si él fuera
el atrevido que les muestra este mundo.
Su madre
nunca va a tomarlo como ahora.
Piensa: Soy
muy grande.
Con el
libro en una mano, la botella en la otra,
mientras
las tormentas forman detrás suyo un rebaño
como
cadáveres inflados que se acercan,
él recita a
gritos estos poemas, gritando las palabras
como si
fueran dientes que ya no se necesitan más.
Arrastra
sus gritos como un predicador borracho
cortando
las sogas. Levanta los poemas como piedras
para
arrojar a los pies del trono de Dios,
seduciendo
una palabra con otra palabra
y otra,
esperando que alguna puerta se abra
dentro de
alguna nube negra pero no pasa nada.
La lluvia
cae, las olas van y vienen
y los peces
duermen y se despiertan y duermen
y se
despiertan una y otra vez
en medio de
las sacudidas del océano. Él está parado
como
un Noé rodeado de baldes
rebalsados
y todo lo que tiene para atrapar
este
relámpago mojado es esta boca abierta
y así les
sigue leyendo.
Les lee
sobre cosas que ninguno de ellos
va a ver
jamás. Sobre las flores abriéndose,
sobre
pájaros grandes como acantilados
agarrando
héroes con sus alas plateadas,
llevando
guerreros hacia la gracia abierta
de los
dioses y hacia la sagrada providencia
donde este
pescador está parado,
los escudos
y los hombros pulidos
lo
suficiente como para cegar al sol.
Se vacía a
sí mismo
y las olas
van y vienen.
Se va a su
casa, se tira en su cama.
Todo el día
siguiente lo duerme.
La noche
entra por su ventana como un sueño,
una fiebre,
una madre viniendo a abrazarlo.
Despierta
dentro de sus brazos, va a la cocina,
prende una
vela, pone la mesa, cocina su audiencia
y le saca
la piel como si estuviera destapándolo